Se denominan bólidos a los asteroides que circulan por
los espacios interplanetarios, y que se incendian al entrar en contacto con la atmósfera
terrestre a causa del rozamiento. Se transforman así en bolas de fuego que
circulan a gran velocidad dejando durante unos segundos una intensa huella luminosa. Generalmente explotan antes
de llegar al suelo, produciendo un estruendo apreciable.
Pues bien, el primer
día de febrero de 1902 los vecinos de muchos de los pueblos de esta zona sureña
de Extremadura, entre ellos los de Granja, observaron atónitos una gran bola de
fuego que circulaba velozmente por el cielo, caracterizada por su extraordinaria
luminosidad, prolongada visibilidad y el estruendo que produjo
antes de desintegrarse.
El fenómeno llamó la atención de los vecinos de la
zona, entre ellos la de Pedro Navarro Sánchez, el corresponsal en Granja del Heraldo de Madrid, que en su edición del
10 de febrero de 1902, bajo el título UN GRAN BÓLIDO, redactó la siguiente
crónica:
El día
6 del actual dimos cuenta a nuestros lectores de un fenómeno meteorológico
observado por los vecinos de Guadalcanal (Sevilla) el día uno. Nuestro corresponsal
en La Granja de Torre Hermosa (Badajoz) nos refiere el mismo suceso en los
términos siguientes:
En el
día de referencia, hallábame yo, en unión de varios amigos, en la estación de
La Granja de Torre Hermosa.
La
atmósfera, tranquila y serena; ni el más ligero celaje de nubes empañaba el
azul del cielo. La temperatura, tibia, y el ambiente agradable que se aspiraba,
convidaban al paseo, después de los días de intensísimo frío que habíamos disfrutado.
Serían
próximamente las dos de la tarde; tranquilamente departíamos, cuando fuimos sorprendidos
por una detonación formidable, que hizo trepidar la tierra. Todos los ojos se
fijaron en el sitio de donde partía el ruido, creyendo que se trataba de alguna
explosión de las próximas minas de Azuaga, y nuestro asombro no tuvo límites al
observar un haz de fuego, que despedía vivísima luz, cruzar en la dirección
NO al SE, acompañado de fuertísimos y
casi simultáneos truenos.
De
pronto obscurécese la tierra; densos nubarrones pueblan la bóveda celeste, y
lluvia copiosísima de pedruscos cae sobre nosotros, que, despavoridos, corrimos
a refugiarnos en las dependencias de la estación.
Con
celeridad pasmosa cruzó la tromba por encima de donde estábamos; las nubes
deshiciéronse en amplios girones, y minutos después, como si nada hubiera
pasado, el sol lucía en el firmamento, brillante, deslumbrador, sin que el más
ligero nimbo lo empañara.
En el
pueblo, distante del paraje donde nos encontrábamos un kilómetro, observáronse
los mismos fenómenos.
Las
gentes, horrorizadas, corrieron en todas direcciones. La fantasía popular
relataba de distintas maneras el hecho; unos aseguraban que un bólido enormísimo
había sepultado la inmediata aldea de Cuenca; otros, que se trataba de una explosión
de las minas de Azuaga, y otros rezaban con desesperación, creyendo inminente el
fin del mundo, «porque así lo aseguraban los papeles de días atrás los sabios
americanos».
Hasta
aquí lo observado en este pueblo respecto al fenómeno meteorológico, y cuyos
detalles no los transmití a raíz del suceso porque suponía que se hubiera visto
en la corte.—Pedro Navarro Sánchez
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