sábado, 15 de octubre de 2016

UN GRAN BÓLIDO SOBRE EL CIELO DE GRANJA DE TORREHERMOSA


Se denominan bólidos a los asteroides que circulan por los espacios interplanetarios, y que se incendian al entrar en contacto con la atmósfera terrestre a causa del rozamiento. Se transforman así en bolas de fuego que circulan a gran velocidad dejando durante unos segundos una intensa huella luminosa. Generalmente explotan antes de llegar al suelo, produciendo un estruendo apreciable. 

Pues bien,  el primer día de febrero de 1902 los vecinos de muchos de los pueblos de esta zona sureña de Extremadura, entre ellos los de Granja, observaron atónitos una gran bola de fuego que circulaba velozmente por el cielo, caracterizada por su extraordinaria luminosidad, prolongada visibilidad y el estruendo que produjo antes de desintegrarse.

El fenómeno llamó la atención de los vecinos de la zona, entre ellos la de Pedro Navarro Sánchez, el corresponsal en Granja del Heraldo de Madrid, que en su edición del 10 de febrero de 1902, bajo el título UN GRAN BÓLIDO, redactó la siguiente crónica:

El día 6 del actual dimos cuenta a nuestros lectores de un fenómeno meteorológico observado por los vecinos de Guadalcanal (Sevilla) el día uno. Nuestro corresponsal en La Granja de Torre Hermosa (Badajoz) nos refiere el mismo suceso en los términos siguientes:

En el día de referencia, hallábame yo, en unión de varios amigos, en la estación de La Granja de Torre Hermosa.

La atmósfera, tranquila y serena; ni el más ligero celaje de nubes empañaba el azul del cielo. La temperatura, tibia, y el ambiente agradable que se aspiraba, convidaban al paseo, después de los días de intensísimo frío que habíamos disfrutado.

Serían próximamente las dos de la tarde; tranquilamente departíamos, cuando fuimos sorprendidos por una detonación formidable, que hizo trepidar la tierra. Todos los ojos se fijaron en el sitio de donde partía el ruido, creyendo que se trataba de alguna explosión de las próximas minas de Azuaga, y nuestro asombro no tuvo límites al observar un haz de fuego, que despedía vivísima luz, cruzar en la dirección NO  al SE, acompañado de fuertísimos y casi simultáneos truenos.

De pronto obscurécese la tierra; densos nubarrones pueblan la bóveda celeste, y lluvia copiosísima de pedruscos cae sobre nosotros, que, despavoridos, corrimos a refugiarnos en las dependencias de la estación.

Con celeridad pasmosa cruzó la tromba por encima de donde estábamos; las nubes deshiciéronse en amplios girones, y minutos después, como si nada hubiera pasado, el sol lucía en el firmamento, brillante, deslumbrador, sin que el más ligero nimbo lo empañara.

En el pueblo, distante del paraje donde nos encontrábamos un kilómetro, observáronse los mismos fenómenos.

Las gentes, horrorizadas, corrieron en todas direcciones. La fantasía popular relataba de distintas maneras el hecho; unos aseguraban que un bólido enormísimo había sepultado la inmediata aldea de Cuenca; otros, que se trataba de una explosión de las minas de Azuaga, y otros rezaban con desesperación, creyendo inminente el fin del mundo, «porque así lo aseguraban los papeles de días atrás los sabios americanos».

Hasta aquí lo observado en este pueblo respecto al fenómeno meteorológico, y cuyos detalles no los transmití a raíz del suceso porque suponía que se hubiera visto en la corte.—Pedro Navarro Sánchez

jueves, 13 de octubre de 2016

AZUAGA EN 1927, SEGÚN LUIS BELLO


 


De la Wikipedia, con nuestro agradecimiento para tan importante enciclopedia, copiamos literalmente lo que sigue:

Luis Bello Trompeta (Alba de Tormes, 1872- Madrid, 6 de noviembre de 1935) fue un escritor, periodista y pedagogo español del primer tercio del siglo XX.

Abogado en el bufete de José Canalejas, empezó su vocación periodística en 1897 en El Heraldo de Madrid redactando extractos de las sesiones del Congreso. Pasó después a El Imparcial y luego fue redactor de España.

Firmó la protesta por la concesión del premio Nobel a José Echegaray, fundó luego La Crítica y marchó a París como corresponsal. Allí escribió su primer libro, El tributo a París. A su vuelta retomó las colaboraciones en El Imparcial, cuyos Lunes de El Imparcial se encarga de dirigir.

Fundó la revista Europa y dirigió El Liberal de Bilbao, pasando finalmente a las filas de El Sol, donde realizó la obra por la que fue principalmente conocido: una campaña en pro de la escuela nacional. Durante algunos años viajó por toda España visitando todo tipo de escuelas y conversando con maestros, alumnos, autoridades y hombres de pueblo; sus artículos, resultado de estas visitas, despertaron la admiración y el interés de las gentes por mejorar la enseñanza. El Magisterio español tuvo en él uno de sus más ilustres defensores y la infancia uno de sus primeros protectores. Recopiló luego todos estos artículos en tres volúmenes.


Miembro de Acción Republicana, al proclamarse la Segunda República fue elegido diputado para las Cortes Constituyentes por la circunscripción de Madrid por la candidatura republicano-socialista y formó parte de la comisión que redactó el texto constitucional. Presidio también la Comisión del Estatuto para Cataluña. Durante el bienio izquierdista dirigió el diario republicano Luz y siguió colaborando en El Sol. Después de la revolución de octubre de 1934, fue encarcelado junto a Manuel Azaña en Barcelona; ya en libertad fundó el semanario Política convertido más adelante en diario, órgano oficioso de Izquierda Republicana. La muerte le sorprendió en Madrid siendo diputado a Cortes por Lérida.

 

Pues bien, en uno de sus Viajes de Escuelas, Luis Bello visitó Azuaga, dejando su impronta sobre esta industriosa villa, que fue recogida en el diario El Sol (Madrid), en su edición del 14 de abril de 1927. Formaba parte este artículo de la columna que el periodista mantenía en el diario citado, bajo el título genérico Visita de Escuela, y, en esta ocasión, con el particular subtítulo de Azuaga: Una villa bien dotada.


VIAJE A AZUAGA:

Activismo. Dinamismo. Energética. Así inicia su crónica Luis Bello refiriéndose a la villa de Azuaga, identificándola con el progreso, la industria minera y el paralelo desarrollo industrial.

Por lo que se aprecia, Luis Bello inició su viaje a Azuaga partiendo desde Llerena, una ciudad sin pulso emprendedor, atrapada en su maltratada monumentalidad y ahogada en su importante historia, a juicio del periodista y pedagogo. En el trayecto, a su paso por Ahillones, comentaba:

Vamos en auto de marca sufrida, como mulo de montaña. Llevamos, en metálico, los jornales de millares de obreros. Traeremos, a la vuelta, nueve cajas de dinamita, unas dentro, conmigo, otras atadas con lías al estribo del coche. Tierra negra, magra, de pan llevar; luz clara y fría, de altiplanicie. Trece Kilómetros de línea recta, proa a la torre de Ahillones, que luego, no sabemos cómo, se esconde a un lado del camino, modesta, como cumple a torre de pueblo pobre en campo rico.

Nada más desaparecer Ahillones por su derecha, le sorprendió la villa de Berlanga por la izquierda, más acorde con su tendencia política, asfixiada por aquellas fechas antes las exigencias dictatoriales del general Primo de Rivera. Mientras bordeaba la villa recordó la persecución inquisitorial que padeció el berlangueño Jacob Rodríguez Pereira[1] y allegados, circunstancia que les obligó a huir a territorio francés:

Sigue Berlanga, villa opulenta, que nos brinda una de las peores carreteras de España. De aquí salió para no volver más, huyendo del Santo Oficio, Rodríguez Pereira —Jacob de nombre—aterrado por el siniestro destino de su pariente Rodríguez Samuel, escribano de Hornachos. El tiempo desperdiciado en los atascos del camino hubiéramos podido emplearlo en Berlanga. Jacob, hijo de Abraham y de Abigaíl, judíos portugueses de origen, sólo pasó aquí su infancia porque el auto en que salió el escribano es de 1725. Como Ponce de León y Bonet habían hecho un siglo antes, Pereira hizo hablar a los mudos. Escribió libros en francés, colaboró en el Viaje de Bougainville e inventó máquinas maravillosas. Quiso que se le tuviera por judío portugués; pero el epitafio está en español. En París lo lee más gente que en Berlanga, y por eso tiene allí más nombre Pereira que en su pueblo.

Y así, entre vaivenes por la irregularidad de la carretera campiñera, llegó  Luis a Azuaga:

Azuaga es una larga calle, en montaña rusa, que empieza junto al cementerio y acaba al pie del castillo. Primero, casas pobres, obreras; luego va entonándose la villa, se hace más densa y más refinada. Aparecen esos detalles inconfundibles por los que puede deducir fácilmente el observador que aquí circula, o ha circulado, el dinero.

Zaguanes puestos con muebles modernos, tiendas. Mirándonos tras la cortina, la mujer blanca, que sale poco al sol. Más adentro, en las callejas, la mujer rosa. Automóviles esperando a la puerta. Barrios improvisados. —Todo esto—me dice uno del pueblo—se ha hecho con el minerío. Ha crecido rápidamente Azuaga en pocos años. Hace un siglo tenía cuatro mil habitantes y hoy pasa de quince mil. Pero no todo es minerío. Lo mejor de Azuaga debe poco a las minas, y lo que constituye su encanto no les debe nada.

Vamos entrando en las calles antiguas, y encontramos un tipo de vida—las casas lo reflejan— cada vez más sosegado, más sereno y más discretamente meridional. Las fachadas, las puertas góticas y la torre de Santa María, son del gótico más fino de toda Extremadura. —Por dentro la han dado de amarillo y no me gusta—. Pero cualquiera de estas casas de tradición dieciochesca, semejantes a las de Llerena, vale para mí tanto como la Parroquial, así como la iglesita barroca de la plaza, toda blanca, con su delicioso campanario y sus torres gemelas, guardando el Cristo de Montañés. Señalan un momento muy sabio, nutrido de experiencia, nacional y trasatlántica, en la vida de las ciudades extremeñas. Saturados de esta civilización cómoda y accesible al pueblo, no superada en el siglo siguiente, ni en lo que llevamos del nuestro, podemos escalar el cerro y trepar por las ruinas del castillo, donde, según la leyenda, vino a morir Viriato.

¿Y las escuelas? Los maestros son cuatro. Cuatro las maestras. Casi igual que en 1850. Trabajan los primeros en un antiguo Pósito; clases grandes, de triste aspecto. Muchos niños descalzos. Un maestro soriano, cuyo nombre aparece borroso en mis notas, que ha inventado un aparato para explicarles a los chicos el sistema planetario y el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Mientras todos se preparan a no sé qué festejo teatral en el cine, los alumnos del maestro de Soria juegan con el Sol y la Luna. Viene un muchacho cejijunto. —Un servidor no puede ir al teatro. — ¿Por qué? —Porque un servidor está de luto. —Tienes que ir, porque va la escuela. Es tu obligación—. Y el muchacho se queda medio convencido, descalzo, pero abrumado ya por el peso de las conveniencias sociales.

Entre la riqueza de Azuaga y la mezquindad de sus escuelas no hay relación. Ya imagino lo que ocurre aquí. Viene una gran mayoría de hijos de trabajadores, de estos mineros que cobran cuatro o seis pesetas. Las clases acomodadas tendrán sus colegios, y quedarán, como en tantas otras partes, las escuelas para pobres. Los cuatro maestros querrían explicármelo, pero no tienen tiempo. Aguardan los muchachos y no quiero retrasar su rato de alegría.

Deberíamos ir algo más lejos, hasta Granja de Torrehermosa, pueblo digno de verse, en el límite de la provincia, cara a Córdoba. Divisaríamos el panorama de la Sierra azul: Fuente Ovejuna, Bélmez, Espiel, país minero. También podríamos ir cortando las lomas de Canta el Gallo y de la Nava hasta Zalamea de la Serena, deteniéndose en el despoblado de Argallón, donde yace enterrada la antiquísima Arza. Pero hoy es imposible. Despidámonos de Azuaga, villa espléndidamente dotada que descuida sus deberes elementales.

Hace medio siglo—en 1874—formaron sociedad en Azuaga treinta aficionados a la Arqueología para hacer excavaciones en el castillo, buscando, quizá, no estatuas, sino tesoros: el tesoro del castillo. Pues bien: ya lo tienen. Ya serán accionistas de Peñarroya.  Y si no, labrarán buenas tierras. El pueblo tiene fuerzas y dinero para emplearlos en escuelas.

Volvemos a Llerena al anochecer, cuando regresan de su trabajo los mineros. Vienen por todos los caminos, de Azuaga y de Berlanga. El crepúsculo de Berlanga reúne a la gente de las minas, a los muleros, a las mujeres que acaban de lavar y llevan su artesa en la cabeza. El auto vuela, brotando de la tierra como todas estas hormiguitas hermanas. Al pasar el puente de Berlanga afloja la marcha.

Son los primeros baches. Luego, un lodazal; luego, un hoyo cubierto traicioneramente de agua. Vamos llegando, con trabajo, cerca de Ahillones; pero en un desmonte de tierra blanda, el coche se hunde hasta el cubo de las ruedas, y chocan, quedando bien empotradas nuestras cajas de dinamita. No estallan. Son inofensivas. Probaremos a empujar el coche, y si no hasta habrá que descargarlo. Pienso que si viniera con nosotros Jacob, huyendo de los inquisidores en automóvil, estaría pasando ahora un mal rato.



[1] El precursor de la enseñanza de los sordomudos en Francia fue el español Jacobo Rodríguez Pereira, nacido el 11 de abril de 1715 en Berlanga (Badajoz), séptimo de los nueve hijos del matrimonio judío formado por Abraham (Juan) Rodríguez Pereira y Abigail (Leonor) Rica Rodríguez, al que bautizaron con el nombre cristiano de Francisco Antonio. Según la opinión de Marcelino Menéndez Pelayo y de Julio Caro Baroja, en 1725 la Inquisición española procesó en Llerena (Badajoz) a la familia Rodríguez por judaizantes, motivo por el cual Rodríguez Pereira tuvo que huir, primero a Cádiz y después a Portugal, afincándose entre los años 1732 y 1734 en Burdeos (Francia), donde destacó como profesor y logopeda.

 

viernes, 23 de septiembre de 2016

FELIPE V, AZUAGA, SU ENCOMIENDA Y LOS INFANTES





I.- Felipe V y Azuaga

El primero de noviembre de 1700 murió Carlos II, último monarca español de la dinastía de los Austria. Falleció sin sucesión, circunstancia ya prevista en las chancillerías europeas más importante, que llevaban varios años negociando sobre el posible sucesor de la monarquía hispánica, con miras a mantener los equilibrios hegemónicos en el continente. Sin embargo, al reclamar los derechos sucesorios los Borbón franceses y los Austria del imperio Austro-Húngaro, la Guerra de Sucesión por la corona de la monarquía hispánica (1700-1714) resultó inevitable, recayendo al final en la cabeza de Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia, el rey Sol. Pero el otro aspirante, el archiduque Carlos de Austria, y sus coaligados (el papado, holandeses, ingleses, portugueses…), no quedaron con las manos vacías, pues se repartieron un buen botín a costa de los intereses españoles tras el célebre y recurrente tratado de Utrecht (julio de 1713), aquel que determinó que Gibraltar pasase a Inglaterra, entre otros nefastos acuerdos para los intereses españoles.

Los azuagueños de la época fueron mudos y sufridos testigos de los hechos relacionados, alineándose con los intereses del Borbón sin que para ello fuesen consultados; simplemente siguieron las disposiciones de las autoridades del partido que, a su vez, quedaban condicionadas por las del Consejo de Castilla.

En 1702, confirmando la ineludible adhesión de Azuaga a la causa borbónica, su cabildo concejil colaboró pecuniariamente en los gastos relacionados con la boda del nuevo monarca, aportando el concejo 120.434 maravedíes de los 150.000.000[1] que mediante Real Provisión exigió Felipe V al Reino para sufragar los gastos de su casamiento con María Luisa de Saboya[2]. En cualquier caso, esta modalidad de “ayuda”, ya solicitada para otras bodas de monarcas de la dinastía anterior, fue poco gravosa comparada con el esfuerzo en personas[3], avituallamientos y dineros que supuso la guerra para regalarle a Felipe V el trono de la monarquía hispánica, monarca que, por otra parte, era nieto de Luis XIV de Francia, el rey Sol, encarnecido enemigo y auténtico depredador de los intereses de España durante la segunda mitad del seiscientos.

En plena Guerra de Sucesión, de la que no tenemos noticias que afectara directamente a Azuaga más allá de la aportación de bienes humanos y materiales, el 25 de Agosto de 1707 nació el primer vástago varón de la nueva dinastía. Se trataba de don Luis, príncipe de Asturias y después Luis I sólo durante ocho meses (15 de enero de 1724-31 de agosto de 1724), pues falleció prematuramente, retomando Felipe V la corona a la que había abdicado en beneficio del susodicho infante. Su nacimiento no pasó desapercibido en el contexto nacional, pues la guerra en la que por esas fechas nos encontrábamos involucrados derivaba de la ausencia de descendencia por parte de Carlos II, el anterior monarca[4]. Por esta circunstancia, la noticia “sobre el preñado de la Reyna, Ntra. Sra.” (María Luisa de Saboya) se celebró efusivamente en el Reino, culminando los regocijos tras el nacimiento del infante don Luis, el 25 de agosto de 1707. Días después, a través del gobernador de Llerena, el capitán general de Extremadura dispuso lo siguiente[5]:   

Habiendo la divina providencia colmado a mayor bien de estos reinos dando dichosamente a luz la reina nuestra señora un príncipe el día veinticinco del corriente, a las diez horas y dieciséis minutos de la mañana, le participo a su merced para que haciéndolo saber a su partido se regocije y se zelebre como el más universal consuelo desta monarquía….

Como así se hizo en Azuaga, acordando los oficiales concejiles que se anunciase el feliz acontecimiento por toda la villa mediante pregonero acompañado de tambores y chirimías, disponiendo a continuación que el vecindario mostrase su lealtad festejándolo y saliendo por las calles con luminarias durante varias noches, rematando la celebración con encierros y capeas taurinas.

Felipe V, que reinó algo más de 45 años (como se ha dicho, retomó la corona tras el prematuro fallecimiento de Luis I), aparte extranjero era de naturaleza melancólica y depresiva. Con la finalidad de animarle, la corte se trasladó a Sevilla entre 1729 y 1733, decidiendo el monarca pasar el verano de 1730 en la vecina localidad de Cazalla de la Sierra, circunstancia de la que han quedado recogidas puntuales noticias en las actas capitulares de Cazalla, Azuaga, Guadalcanal y otros pueblos del entorno.

La estancia de la corte en la villa de Cazalla no pasó desapercibida entre los naturales de esta zona de la Campiña y Sierra Sur de la actual provincia de Badajoz. En efecto, conocida la intención del monarca, le hicieron llegar al gobernador de Llerena distintas disposiciones[6]  ordenando que los concejos del partido debían enviar a la corte y villa de Cazalla cuatrocientos hombres con azadas y demás pertrechos (picos,  calabozos, escobas, espuertas…) para trazar y allanar los caminos de los cazaderos destinados al recreo de S. M. Más adelante, en sucesivas misivas (recogidas indistintamente en los libros de actas capitulares de Azuaga, Guadalcanal, Llerena…) se insistía en esta misma cuestión, recabando igualmente la presencia de albañiles y picapedreros.

Desconocemos el número de personas que formaban el séquito de Felipe V en Cazalla. Las crónicas de la época estiman que cuando la corte abandonó Madrid en 1729, camino de Badajoz para celebrar la boda del príncipe de Asturias (después Fernando VI) con Bárbara de Braganza, el séquito estaba constituido por más de 600 personas, que se trasladaban ocupando 85 coches, unas 400 calesas, 750 caballos y centenares de mulas. Por ello, no resulta extraño el contenido de la carta-orden recibida por los alcaldes de Azuaga[7], comunicándoles que debían suministrar a la corte instalada en Cazalla 100 fanegas de cebada y 200 @ de paja diariamente, aparte del envío periódico de gallinas, pollos, pavos, huevos, jamones, tocino, cecina y demás víveres, orden que obligó a los oficiales concejiles a continuos registros en las casas de los vecinos para requisar los víveres reclamados.

Felipe V estuvo en Cazalla hasta el 20 de agosto de 1730, fecha en la que retornó a Sevilla. Antes de su partida, dio las órdenes precisas para resarcir económicamente a los trabajadores de los pueblos que prepararon y allanaron los caminos de los cazaderos. Cotejando los datos de los ingenieros reales con los que quedaron en poder de los concejos vecinos, consensuaron que entre el 10 y el 17 de junio, ambos inclusive, trabajaron 200 jornaleros de Azuaga, otros 200 de Guadalcanal, 68 de Llerena, 15 de Valverde, 15 de Ayllones, 4 de Trasiera, 4 de Reina, 4 de las Casas, 5 de Fuente del Arco, 10 de Villagarcía, 10 de Usagre, 20 de Bienvenida, 15 de Montemolín y 30 de Berlanga. En total, 600 personas distintas que sumaron globalmente 4.800 jornales[8].

No quedó en lo relatado el esfuerzo de los azuagueños por servir a Felipe V, pues entre 1738 y 1755 también colaboraron generosamente en la edificación del magnífico y costoso palacio que se hizo construir (Palacio de Oriente), “regalándole” 60.000 reales (2.040.00 maravedíes), pues el pago de la construcción y ornamentación de tan costoso palacio cayó sobre los pechos y espaldas de los españoles de la época, con el agravante de la recurrente y abusiva necesidad del empleo de regalías de nuevo cuño a las que se acudió (venta de baldíos, entre ellos una buena parte de los de Azuaga), las artimañas financieras utilizadas y el desvío de partidas presupuestarias empleadas para su construcción, que pretendían suavizar y tapar el escandaloso coste del nuevo palacio real. En fin, golferías como las de hoy al uso, para que no se crean los ladrones de guante blanco actuales (Gurtel, Eres, Bankia…) que han descubriendo la pólvora.

Por último, cerrando este capítulo sobre las relaciones tan asimétricas entre Azuaga y Felipe V, en 1734 el monarca tomó la decisión de asignar las rentas de la encomienda de Azuaga y la Granja en beneficio de uno de sus numerosos hijos, el cardenal e infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, que las disfrutó hasta su muerte en 1785.


II.- El cardenal infante don Luis Antonio de Borbón y la Encomienda
Al contrario que los Austria del XVII, caracterizados por tener pocos y enfermizos descendientes a resulta de tanta endogamia, los Borbón del XVIII fueron extraordinariamente prolíficos, circunstancia gravosa para los sufridos vasallos, forzados a involucrarse en lo que oficialmente se llamaba “alimento de los infantes”, que en realidad se trataba de algo más que del alimento y cuidados de toda naturaleza, pues incluía proporcionarles rentas vitalicias para dotar a sus herederos y futuras casas señoriales de un considerable patrimonio.

El primero de los monarca de la dinastía borbónica en el reino de España, el melancólico Felipe V, tuvo diez hijos: cuatro con María Luisa Gabriela de Saboya, su primera mujer (Luis I y Fernando VI fueron reyes, ambos sin descendencia; los otros dos fallecieron prematuramente) y seis con Isabel de Farnesio (Carlos III, Felipe, Luis Antonio y un cuarto varón que murió al nacer, aparte de cuatro infantas). A todos los supervivientes hubo que mantenerles decentemente y dotarlos de un patrimonio a la altura de su rango, encontrando la casa real la mejor solución en el extraordinario patrimonio de las Órdenes Militares, muchas de cuyas rentas se dedicaron para patrimonializar a los distintos infantes y sus descendientes.

Con el objetivo de rentabilizar al máximo los recursos de las encomiendas, se creó una especie de Superintendencia[9] o Dirección General[10] de las encomiendas, administrada por los más competentes especialistas cortesanos, que pusieron en práctica los cultivos y las técnicas agropecuarias más adelantadas de la época, favoreciendo la creación de diezmos novales y la instalación de fábricas con maquinaria y tecnología de vanguardia.

Particularmente interesa que nos centremos en la figura del cardenal e infante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, nacido en 1727, a quien ya a partir de los seis años de edad se le asignaron las rentas de hasta 35 encomiendas, entre ellas la de Azuaga y la Granja (en 1734), Montemolín  (1741),  Mayor de León (1745), Medina de las Torres (1750), Cabeza del Buey, Casas de Córdoba, Clavería de Alcántara, Clavería de Calatrava, Mayor de Montesa... Aparte, le asignaron las mayores rentas y dignidades dentro del estamento eclesiástico del Reino, representada por los arzobispados de Toledo y de Sevilla. En total, unos beneficios anuales por encima de los 110.000.000 maravedíes limpios[11].

Para el disfrute de esos privilegios y rentas, naturalmente fue imprescindible obtener las bulas papales correspondientes, es decir, la autorización de la máxima autoridad de la Orden en lo espiritual, pues carácter espiritual tenía el diezmo, la renta de más valor en las encomiendas de las Órdenes Militares. La sede papal, reacia al principio, se avino ante las exigencias de Felipe V y las de su mujer, la reina Isabel de Farnesio, concediendo las oportunas bulas y breves a partir de 1734, abriendo así una brecha que institucionalizaba esta modalidad de patrimonialización de las casas señoriales de los distintos y numerosos infantes que vivieron a lo largo del XVIII y del primer tercio del XIX.

Más adelante don Luis Antonio de Borbón y Farnesio, ya muy rico y ante las exigencias del celibato asumido, solicitó y obtuvo autorización papal para renunciar a su condición de eclesiástico, y con ello a los arzobispados de Toledo, Sevilla y sus respectivas rentas, casándose a continuación con una plebeya, la aragonesa María Teresa Vallábriga y Rozas, en un matrimonio que por ser morganático (con una mujer no perteneciente a la nobleza) le apartó de la Corte. Desde entonces se instaló en Arenas de San Pedro y, más adelante, en Boadilla del Monte, una vez que con las extraordinarias rentas recibidas compró para su casa y mayorazgo el señorío de Boadilla y el condado de Chinchón, que incluía los pueblos y términos de Ciempozuelos, San Martín de la Vega, Seseña, Villaconejos, Valdelaguna, Villaviciosa, Sacedón, Moraleja la Mayor, Moraleja de Enmedio y Serranillos.

Don Luis falleció el 7 de agosto de 1785, quedando las rentas de las 35 encomiendas citadas en beneficio del patrimonio real, entre ellas la de Azuaga y la Granja. En 1802 Carlos IV, el monarca de turno, decidió repartir las rentas de estas encomiendas entre dos de sus hijos: los infantes don Carlos María Isidro y don Francisco de Paula. En concreto, la de Azuaga y Granja cayó de la parte de don Carlos María Isidro, quedando numerosas referencias de ello en nuestro Archivo Municipal[12].

Don Carlos María Isidro disfrutó de las rentas de sus encomiendas hasta 1809, cuando los invasores franceses tomaron la determinación de suprimir las Órdenes Militares, asimilando sus pertenencias a Bienes Nacionales.

En 1814, expulsados los franceses del territorio nacional, Fernando VII recuperó para su hermano Carlos María Isidro las rentas de las encomiendas que percibían con anterioridad a la invasión, quedando éste en su posesión hasta que le fueron secuestradas e incluidas en el patrimonio nacional, ante su desacuerdo con Fernando VII, cuando el monarca decidió suprimir la Ley Sálica que impedía la sucesión al trono de su hija Isabel II, en detrimento de los intereses sucesorios del citado don Carlos María Isidro. Este desencuentro dio paso a las guerras carlistas que asolaron el territorio nacional durante una buena parte del XIX.

Durante el tiempo en el que la encomienda de Azuaga y la Granja estuvo administrada por oficiales de la Corte, como en épocas anteriores, la administración de la encomienda corría paralela a la del concejo, sin interferencias, salvo en un asunto de importancia, como era la elección anual del alguacil mayor de Azuaga, responsable de ejecutar las decisiones de los jueces de primera instancia, que corría bajo la responsabilidad, y beneficio, del comendador de turno, o de la persona en quien hubiere delegado.


III.- Título de comendador de Azuaga y la Granja en favor de don Luis Antonio de Borbón y Farnesio[13]

Don Felipe por la gracia de Dios (…) administrador perpetuo de la Orden y Caballería de Santiago por autorización apostólica (…) Por quanto por una mi cédula de once de mayo de este presente año concedí al Infante Don Luis, mi hijo, la encomienda de Azuaga y la Granja, que vacó por muerte del Duque de Beragua, comendador que fue de ella, con las cargas y pensiones que tuviere. Y mediante Breve de su Santidad, su data en Roma, a veinte y tres de Diciembre del año próximo pasado de mil setecientos y treinta y tres, mandé al Presidente del mi Consejo de las Órdenes diesen al dicho Infante don Luis, mi hijo, las Cartas, Provisiones y demás despachos necesarios para que pudiese gozar en Administración los frutos y rentas de la expresada encomienda, en la misma conformidad que si fuese en tercio y Colación, no obstante no tener la hedad que para ello se requería, y sin embargo de traer el hábito del Toyson de Oro y Santispiritus (dignidades incompatibles con las de comendador), según y cómo se previene en el mencionado Breve, que traducido del latín (se incorpora traducida)…

El qual (el Breve citado) visto por los del dicho mi Consejo y lo que en su razón se dijo por el mi Fiscal, fue acordado se despachase al referido Infante don Luis, mi hijo, título de Administrador con goce de frutos de la mencionada encomienda de Azuaga y la Granja, conforme a lo expresado en la dicha Cédula y Breve de su Santidad, y libre de Decenios y Mesadas.

Y lo tuve por bien, y de dar sobre ello ésta mi Carta  por lo qual informándome con dicho Breve y usando de él y del poder que tengo como tal Administrador perpetuo de la referida Orden de Santiago, y en la vía y forma que más convenga a la concesión, firmeza y execución de esta gracia, y en caso necesario aprobándola y confirmándola, de nuevo hago merced al referido infante don Luis, mi hijo, de la dicha encomienda de Azuaga y la Granja desde el día que haga la descripción (de edificios, predios y rentas de la misma) que es obligado, tomando la posesión de ella.

Y le doy licencia y facultad para que por el tiempo que la administra pueda disponer de sus frutos y rentas en la forma y manera que le pareciere y por bien tuviere.

Y también le doy poder para que pueda tomar y aprehender la posesión Real Corporal de la dicha encomienda, y de todos sus miembros anejos y pertenencias.

Y mando a los Concejos, Justicias y Regimiento, caballeros, escuderos, oficiales, y hombres buenos de qualesquier pueblos donde la dicha Encomienda tiene o tuviere  sus rentas, Diezmos, primicias, frutos y otras cosas a ella pertenecientes, y a los Administradores, fieles Coxedores, terceros de granos, y otras personas que fueren obligadas a dar y pagar, coxer y recaudar en cualquier manera los frutos rentas y demás efectos de la mencionada Encomienda,  acudan con todo ello a dicho Infante don Luis, mi hijo, o a quien tuviese su poder bastante, desde el día que como dicho es, haga la descripción y tomare la posesión de ella por todo el tiempo que la gozare.

Y le guarden y hagan guardar todas las honras, gracias, mercedes, franquicias, libertades exenciones, prerrogativas e inmunidades, y todas las otras cosas que deviese aver y gozar, sin que le falte cosa alguna, pena de  mi merced y de Diez mil maravedíes para mi Cámara a cada uno que lo contrario hiciere.

Y por quanto según Bula Apostólica y Establecimientos de la dicha Orden, Resoluciones mía y de los Señores Reyes, mis predecesores, a consulta de dicho mi Consejo de las Órdenes, la mitad de los frutos y rentas de las Encomiendas de la misma Orden de los dos primeros años siguientes  al día en que tomare posesión las personas a quien se le hiciese ha de ser para la media annata merced de ellas, para que se gasten y conviertan en sus obras, reparos y mejoramientos porque asta dicho día han tocado y tocan sus frutos enteramente al tesoro por derecho de vacante, mando al dicho Infante don Luis, mi hijo, no se entrometa por sí, ni por interpósita persona,  a tomar, ocupar ni recaudar cosa alguna de lo perteneciente a la media annata de la dicha Encomienda causada por fallecimiento del dicho Duque de Beragua, ni ha impedir la cobranza y recaudación de ella, sopena que sea obligado a restituir y pagar lo que así tomare, ocupare y recaudare, con el quarto tanto para obras pías.

Y porque a causa de aver avido mucho descuido en algunos Comendadores en hacer, gastar y convertir el Dinero procedidos de las dichas medias annatas an recibido las obras y reparos de las dicha encomiendas notable daño, y queriendo probeher de remedio conveniente se hizo un Auto con acuerdo del Capítulo General en que se mandó que los Comendadores que fuesen proveídos en Encomienda, o sus Mayordomos en su nombre, sean obligados dentro de un año contado desde el día de la posesión que se les diese de sus Encomiendas a tratar y conferir con la persona que fuesen nombradas por Behedor de las obras de las dichas encomiendas, en qué obras y mejoramiento de ellas era necesario y conveniente se gastase lo procedido de las dichas media annatas e hiciesen relación de ello, firmada de sus nombres y la remitiesen al Capítulo General, habiéndole, y si no al mi Consejo de las Órdenes para que previesen las dichas obras y mejoramientos que por dicha razón pareciese ser conveniente, y si no hiciesen pasado el dicho término, el referido Capítulo General o Consejo mandase al dicho Behedor que sin tomar parecer ni acuerdo de los dichos comendadores hiciesen relación de las dichas obras y que conforme a lo que por ello pareciese se gastasen las dichas medias annatas en lo que viesen que más convenía, mando al dicho Infante don Luis, mi hijo, guarde y cumpla el dicho Auto Capitular, y que pague así mismo todas las cargas y pensiones que estuviesen repartidas o se repartieren a la dicha Encomienda, conforme a qualesquier órdenes generales o particulares que estuviesen dadas, o se diesen sobre ello.

Y por quanto conforme a otro Breve Apostólico las rentas de todas las vacantes de las Encomiendas de la dicha Orden están aplicadas al tesoro de ella demás de la media annata antigua que deben pagar conforme a lo que ba referido, mando al dicho Infante no se entrometa en la cobranza de lo caído y que caiere de la renta de la dicha Encomienda desde el día de su vacante hasta el en que por su parte se hiciese la descripción y tomare posesión de ella como va dicho, que es desde quando a de empezar a gozar de sus frutos y rentas , y no antes por pertenecer al dicho tesoro todo lo respectivo a la dicha vacante, devaxo de la misma pena si contraviniere en algún modo.

Y así mismo mando al dicho Infante que antes de tomar la posesión de la dicha Encomienda haga la descripción particular de ella o lugares de la  misma encomienda y escribano conocido por ante la justicia ordinaria y cura de la villa, con expresión de todo lo que tuviere, así de encasamiento como en lo fuerte, poniendo distintamente el estado de los edificios, Casas, heredades, granjerías, rentas y demás miembros de la dicha encomienda, para que claramente conste de lo que tiene y pertenece, y de lo que está bien o mal parado, y de lo que a menester reparo y reforma, que todo tiene al tiempo que se le entrega de manera que quando la deje se sepa los daños o mejoras que en su tiempo se an hecho; y a continuación de la dicha descripción, la haga también del estado de las fábricas de las Iglesias Parroquiales de los Lugares donde perciviere Diezmos la dicha Encomienda, y de todos sus hornamentos con toda distinción y claridad; y de las dichas descripciones hagan sacar tres traslados, el uno para que se lleve al Archivo de Uclés, otro para que se quede en su poder y el otro para el contador principal de las dichas media annatas.

Y por quanto se ha reconocido que muchos Comendadores cuidando sólo de cobrar las rentas de su encomiendas descuidan en recoger los títulos y papeles pertenecientes a los miembros de ellas, de que resulta que unos derechos se pierden y otros se hacen litigiosos y en muchos se introducen las Villas ocasionándose esto de que los herederos de los comendadores  o sus Mayordomos se quedan con los instrumentos y se pierden, y porque de ello reciviesen las Órdenes y sus Encomiendas gravísimos perjuicios que necesitan pronto y eficaz remedio: Mando asimismo a vos el dicho Infante don Luis, mi hijo, que al tiempo que hagáis la descripción  de las rentas y derechos pertenecientes a la  misma encomienda como va expresado, y se dice, pidáis a los herederos del comendador vuestro antecesor todos los instrumentos pertenecientes a dicha Encomienda, sus miembros y derechos de qualquier calidad que sean, y los percibáis por inventario, dando recibo, y el tal inventario se ha de incluir en la referida descripción para que conste siempre a vuestro sucesor, o por el traslado que se a de poner en la Contaduría, o por el que se debe enviar al Archivo del Convento de Uclés, entendiéndose que esto tiene el mismo vigor y ha de tener la propia práctica que la descripción como parte y perfección precisa de ella, pues poco importa que se describan los miembros de dicha Encomienda si no se recogen y conservan sus títulos; y en caso de que al tiempo que hagáis la referida descripción no halléis los expresados instrumentos, seáis obligado a hacer diligencias para cobrarlos de los herederos del comendador vuestro antecesor u otra qualquier persona en cuyo poder estuvieren, expresando estas diligencias en dicha descripción en lugar del Inventario; y daréis quenta al dicho mi Consejo para que mande lo que se deba ejecutar.

Y que dentro de un mes de como el dicho Infante, mi hijo, tomase la posesión, envie testimonio de ello al dicho mi Consejo de las Órdenes. Y mando que de esta mi Carta se tome razón por los contadores de la media annata y vacantes de las encomiendas de la dicha Orden de Santiago, y que todo lo aquí contenido  guarde, cumpla y execute, no obstante lo dispuesto por los Capítulos Generales y definitorio que de las misma Orden, y de las de Calatrava y Alcántara  se celebraron el año pasado de mil seiscientos y cincuenta y tres, y de otra qualquier cosa que haia, o pueda haver en contrario, en lo qual por esta vez dispenso quedando en su fuerza y vigor para lo demás de adelante.

Y declaro que de este despacho no se debe el derecho de la media annata ni el de la mesada, dada en San Ildefonso, a dos de junio de mil setecientos y treinta y cuatro años. Yo el Rey…

Fuentes y bibliografía: las incluidas en las notas que siguen


[1] El jornal de la época rondaba los 40 maravedíes, trabajando de sol saliente a sol poniente.
[2] A. M. Guadalcanal, Sec. AA.CC., leg. 4, lib. de 1702.
[3] Más de cincuenta azuagueños permanecieron enrolados en el ejército durante estos años de guerra.
[4] El anterior infante de los reinos de España nacido sano  fue don Baltasar Carlos, que vio la luz en Madrid, el 17 de septiembre de 1620. Era el hijo primogénito de Felipe IV y de Isabel de Francia, y, como tal, príncipe de Asturias y heredero de todos sus reinos, aunque murió prematuramente el 7 de marzo de 1632. El siguiente fue este Carlos II, discapacitado para las responsabilidades que debía haber asumido. Murió sin descendencia, sucediéndole Felipe V, según venimos relatando.
[5] AMAz, Sec. AA.CC., leg. 17, lib. de 1707, fotograma 164 y ss. de la edición digital de la Diputación Provincial.
[6] AMLL, Sec. AA.CC., lib. de 1730, fot. 54, 59, 66, 69, 86 y 99.
[7] AMAz, Sec. AA.CC., lib. de 1730, sesión del 14 de junio, fot. 24 y ss. de la edición digital.
[8] AMG, leg. 4, lib. de 1730.
[9] VALOR BRAVO, D. Los Infantes-comendadores. Modelo de gestión del patrimonio de las Órdenes Militares, Madrid, 2013.
[10] GIJÓN GRANADOS J. A. La Casa de Borbón y las Órdenes Militares durante el siglo XVIII (1700- 1809),  Madrid, 2009.
[11] En 1753, la encomienda de Azuaga rentaba unos 2.380.000 maravedíes anuales (70 mil reales de vellón). MALDONADO FERNÁNDEZ, M. “La Encomienda santiaguista de Azuaga y Granja. notas para su estudio”, en Revista de Feria y Fiestas, Azuaga, 2013.
[12] Por ejemplo en su Sección AA. CC., lib. de 1804, fotograma 229 y ss., cuando el duque de la Roca, como administrador de los intereses del infante don Carlos María, se dirigió al Alcalde Mayor de Azuaga y a sus oficiales concejiles comunicándole la elección del nuevo alguacil mayor en los siguientes términos:  Por quanto por real Decreto expedido por el Rey Ntro. Sr. (que Dios guarde), en diez y ocho de abril de mil ochocientos dos  y el Real Consejo de las Ordenes tuvo a bien S. M. conceder al serenísimo Señor Infante don Carlos María, su amado hijo, varias encomiendas de las que se administraban a su Real disposición. Y por otro Decreto expedido al mismo Consejo en veinte y ocho del referido mes y año se sirvió S. M resolver entre otras cosas que yo, como ayo de su alteza gobierne y administre las expresadas encomiendas, en su consecuencia, tocando y perteneciendo a S. A. como comendador de la encomienda de Azuaga en la Oden de Santiago, y a mí en su Real nombre y representación, el derecho de nombrar alguacil mayor (…) nombro por este real título a vos, Pedro López, morador en la calle de Juan Ortiz, para el empleo de Alguacil Mayor…
[13] AHN, OO.MM-Consejo-Santiago, leg. 4489 (1), nº 5.

lunes, 9 de mayo de 2016

LOS DÓLMENES DE AZUAGA Y LA CARDENCHOSA (2ª parte)


                                                            Luis Siret, arqueólogo

Antes que el arqueólogo don José Ramón Mélida se interesara por los dólmenes de Azuaga y la Cardenchosa (véase la 1ª parte de este artículo), estas construcciones megalíticas fueron exploradas y excavadas por un extraordinario arqueólogo de origen belga asentado en el sudeste peninsular, localizando y llevándose una serie de piezas de cerámica y ciertos utensilios propios de su tiempo. Nos referimos a Luis Siret.

De la WIKIPEIA, con nuestro reconocimiento a tan importante portal, hemos recogido la bibliografía de este personaje:
Luis Siret y Cels (Sint-Niklaas-Waas, Flandes, Bélgica, 26 de agosto de 1860 – Las Herrerías, Almería, España, 7 de junio de 1934), fue arqueólogo e ilustrador. Con 21 años y su diploma de ingeniero de minas en mano (sale primero de su promoción), se traslada a Cuevas del Almanzora (Almería) para reunirse con su hermano Enrique, también ingeniero de minas, que ya trabaja en las explotaciones de galena argentífera de Sierra Almagrera desde hace más de dos años.

Durante cincuenta años, con la ayuda de su hermano los seis primeros años y de su excavador, Pedro Flores, Siret investiga yacimientos paleolíticos, neolíticos, calcolíticos y del bronce en distintos asentamientos, como Campos, Tres Cabezos, Fuente Álamo, Fuente Bermeja, Lugarico Viejo, Gatas, El Oficio, Cuartillas, Fonelas, Zájara, Ifre, Parazuelos, Zapata, La Pernera, Mojácar, Almizaraque, Palacés, El Argar, La Gerundia, El Gárcel, Los Millares, así como en varias cuevas (cueva Perneras, cueva de los Toyos, etc.)  en Villaricos (un yacimiento de la época de las colonizaciones púnicas y romanas con numerosas tumbas) y, AÑADIMOS, TAMBIEN EN AZUAGA Y LA CARDENCHOSA.

Volviendo a la WIKIPEDIA, Enrique y Luis Siret publican el resultado de sus primeras excavaciones en 1887 en Amberes bajo el título Les premiers âges du métal dans le Sud-Est de l'Espagne, en dos volúmenes, uno de texto y otro de láminas in folio, en las que Luis Siret ha dibujado con gran habilidad unos ocho mil objetos y los planos y vistas de los yacimientos excavados. Ese mismo año la obra recibe el premio Martorell, una medalla de oro en la exposición universal de Toulouse y al año siguiente otra medalla de oro en la de Barcelona. En 1890 ve la luz en Barcelona una versión en castellano: Las primeras edades del metal en el Sudeste de España. Estos hallazgos inauditos representaron un gran paso en el estudio de la prehistoria del sureste de la Península Ibérica. Después del regreso definitivo de Enrique a Bélgica, en 1886, Luis Siret prosiguió sus excavaciones en solitario con su capataz Pedro Flores durante el resto de su vida, afición que compartía con la dirección de la Sociedad Minera de Almagrera que fundó en 1900. Han servido de base para el estudio de la secuencia prehistórica comprendida desde el Paleolítico hasta la Edad del hierro. Unas muestras fueron expuestas en la Exposition universelle de Paris de 1889 y en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929 (allí se expusieron las muestras azuagueñas que acompañan a este artículo) y la espléndida colección Siret se expone actualmente en el Museo de Almería, en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid y en importantes colecciones en otros museos del mundo (Bruselas, Londres, Berlín, etc.).

He aquí algunas de las piezas azuagueñas expuestas en la Exposición Internacional de Barcelona de 1929:


 
 


 





jueves, 31 de marzo de 2016

LOS DÓLMENES DE AZUAGA Y LA CARDENCHOSA (1ª parte)



        

         En la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, edición noviembre-diciembre de 1913 (nº 11 y 12), aparece un artículo sobre  la “Arquitectura Dolménica Íbera”, que se centra en los dólmenes de la provincia de Badajoz, entre ellos los de Azuaga y la Cardenchosa. Textualmente dice:
En término de la Cardenchosa de Azuaga, aldea situada en el confín Sureste de la provincia de Badajoz con la de Córdoba, buscaba yo con afán el grupo de dólmenes existentes, según el Sr. Machado, «en la divisoria de Andalucía y Extremadura», cuando el ilustrado Sr. Cura párroco de la Cardenchosa, D. Juan Guerrero Rangel, me puso en la pista de los ejemplares, que con él, con D. Juan Maesso y otras personas de la Granja de Torrehermosa, en quienes se despertó el deseo de conocerlos, visité últimamente, encontrándolos destruidos. Son los siguientes:
- Dolmen del Conde Galeote. Se halla a 160 metros al norte de la Cardenchosa. Está destruido y no conserva más que cinco piedras: cuatro erguidas, una a un lado y tres, una de ellas rota, alineadas al otro, que es paralelo al primero; y la quinta piedra, que es la más larga, se mantiene apoyada por un extremo sobre la de en medio de las tres alineadas, teniendo el otro apoyado en la tierra por falta de la piedra erguida que sirvió de soporte. Fácilmente se comprenderá que todo esto corresponde a la galería del dolmen. La cámara fue destruida en absoluto, no quedando ni aun indicio del extremo de la galería en que estuvo. Esparcidos por el suelo hay muchos cantos del montículo que cubrió al dolmen. La longitud apreciable del dicho trozo de galería es de 3,96 m. y su anchura, de 1,77; la de las piedras de un lado son de 1.30 y 1.25 las dos piedras enteras, y 1.48 la partida. La única piedra del otro lado mide 1.15. Si, como en otros ejemplares, estuvo en éste la cámara al Noroeste, podrá pensarse que una piedra que se ve caída al Sudeste, delante de la entrada de la galería, puede ser la que sirvió para tapar la puerta.
- Dolmen destruido, situado a unos pocos metros al Oeste del anterior. Como en éste, lo que se ve es un resto de galería, con una piedra de dintel, de 2.35 por 1.12 m., todavía apoyada sobre otra de soporte, que mide 1.81 de longitud, 1.43 de anchura y 0.28 de espesor. Otra piedra hay caída de 1.70 m. de longitud y 0.40 de espesor. Las demás están hincadas, pero rotas, por haberse llevado de ellas los mejores pedazos. Cantos del montículo se ven esparcidos. La longitud apreciable de estas ruinas es de nueve metros.
- Dolmen de Manchones. Situado a kilómetro y medio al sudeste de la Cardenchosa. Pocas piedras quedan, y las más rotas; pero se aprecia entre un resto del montículo la disposición del monumento sepulcral, con su cámara poligonal de 2.44 m. de diámetro y su galería de siete de longitud. En la cámara del lado derecho permanecen dos piedras juntas de 0.38 y 0.77 de anchura, respectivamente, y al lado opuesto otra de 0.58. Este dolmen corresponde al tipo cupuliforme, pues sus piedras verticales necesitaron el complemento del aparejo anillado para cerrar la abertura circular.
 


- Dolmen de la dehesa El Toril. Se halla a dos kilómetros al Oeste. Está destruido y sus piedras son aún mayores que las del Galeote.
Muchas piedras de estos dólmenes se ven aprovechadas como elementos de construcción en edificaciones rústicas de la Cardenchosa. El dolmen de El Toril, no es más que un resto de galería cuya longitud apreciable es de 6.75 m. y la anchura 1.50.  La cámara estuvo al Este, y al Oeste la puerta de la galería donde está la piedra que la cubría, cuya longitud es de 2.17 m., y el espesor de 0.37. Cuatro piedras permanecen del lado Norte de la galería de 0.89, 0.90 y 0.38 de anchura, y otra piedra en el lado opuesto.
El autor del texto y, supongo, de las fotografía, fue don José Ramón Mélida. Según Daniel Casado Rigalt (José Ramón Mélida y la Arqueología Española, Madrid, 2006), don José Ramón fue Anticuario de la Real Academia de la Historia, pero que, sin discusión, es una de las mayores figuras de la Arqueología Española de todos los tiempos, a pesar de sus limitaciones y carencias. Como con acierto observa el autor, perteneció a las instituciones de más relevancia social y cultural de su época, como el Museo Arqueológico Nacional, la Universidad Central, la Real Academia de la Historia, el Ateneo de Madrid o la Institución Libre de Enseñanza, además de dirigir durante muchos años las excavaciones de Numancia y Mérida y de ser, sin lugar a dudas, el arqueólogo de su generación más reconocido fuera de España a nivel internacional.