martes, 25 de noviembre de 2014

MOTÍN, TUMULTO Y ASONADA EN LA ELECCIÓN DE OFICIALES CONCEJILES DE AZUAGA EN 1737



Los términos incluidos en el título fueron algunos de los empleados por el gobernador de Llerena, D. Juan de Quevedo, refiriéndose a los incidentes, al parecer espontáneos, que surgieron y siguieron a la elección de oficiales concejiles de nuestra villa,  el 11 de junio de 1737. Tuvo como consecuencia, aparte del ajetreo y violencia del día, un azuagueño condenado a la horca y más de medio centenar de procesados y condenados, unos a galeras y azotes, otros a sólo azotes y a destierros, además de cuantiosas multas pecuniarias.

Suponemos, pues no hemos encontrado más explicaciones en la documentación consultada, que el tumulto y motín vino a cuenta de las desavenencias surgidas en el sorteo y elección de oficiales concejiles para gobernar y administrar el concejo desde la Pascua del Espíritu Santo de 1737 a la de 1738, precisamente en el pleno celebrado el día de la fecha citada.

Y los desencuentros capitulares se trasladaron entre los vecinos que curioseaban concentrados delante de las puertas del Ayuntamiento a la espera de conocer el nombre de sus futuros gobernantes, seguramente azuzados por algunos de los asistentes al pleno, verdaderos instigadores del motín, tumulto y asonada que nos ocupa.  Aunque en la documentación consultada no se describan los incidentes, por las noticias que tenemos sobre casos parecidos[1] intuimos que, aparte gritos e improperios tumultuosos, se desenvainarían algunas espadas y saldrían a relucir mosquetones, dagas, puñales, hoces y palos amenazantes entre los dos bandos en los que parecía haberse dividido el vecindario, desoyendo los amotinados las advertencias que desde los balcones del Ayuntamiento emitía el gobernador de Llerena y sus oficiales.

Presentado el incidente, para enmarcarlo y contextualizarlo parece oportuno profundizar sobre ciertos aspectos relacionados con el gobierno y administración de los concejos santiaguista en la época que nos ocupa, así como sobre el procedimiento seguido para la elección de oficiales concejiles, es decir, de alcaldes y regidores. Pues bien, según venía determinado en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas[2], sus concejos se gobernaban y administraban por los oficiales concejiles reunidos en las sesiones capitulares. Por regla general, los cabildos concejiles estaban constituidos así:

- Dos alcaldes ordinarios (el de primer voto y, en su ausencia o incapacidad legal, el de segundo voto), responsables de administrar justicia en primera instancia, quedando las apelaciones en manos del gobernador, el de Llerena en nuestro caso.

- Cuatro regidores, quienes, junto con los dos alcaldes, goberna­ban colegiadamente el concejo durante el año de su nominación, que iba desde la Pascua del Espíritu Santo hasta la del año siguiente.

- Ciertos oficiales concejiles sin voto en los plenos capitulares, como el alguacil[3], el mayordomo, el almotacén, los fieles medidores, el sesmero, el síndico procurador general[4], los escribanos, etc., unos elegidos en la citada Pascua y otros por la de Navidad.

- Y los sirvientes del concejo precisos, como pregoneros, guardas jurados de campo, pastores, boyeros, yegüeri­zos, porqueros, etc.)

En 1737 seguían en vigor las Leyes Capitula­res sanciona­das durante el Capítulo General de la Orden de Santiago celebrado en Toledo y Madrid (1560-62), texto legal en el que, entre otros asuntos, se regulaba el procedimiento para elegir los oficiales añales de los concejos con voz y voto en sus sesiones capitulares. Sobre este particular, se determinaba que la elección debía ser supervisada, más bien controlada, por el gobernador mediante los procesos de insaculación, desinsaculación y visitas de residencia. Se iniciaba el proceso con la insaculación llevada a cabo por la citada autoridad, que se personaba en el momento adecuado en todos y cada uno de los pueblos del partido de su gobernación, donde, en secreto y particu­larmente, preguntaba a los oficiales cesantes sobre sus razonadas preferen­cias en la elección de sustitutos. Siguiendo la misma pauta interrogaba a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, el gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, insaculando[5] las papeletas  o pilorios precisos para cubrir los oficiales concejiles precisos durante los cinco años siguientes, pues la insaculación se ejecutaba por lustros cumplidos. Acto seguido,  se guardaban los sacos o cántaros en un arca cerrada bajo tres llaves, que dejaba en poder de tres vecinos influyentes, a saber: el alcalde de primer voto, el mayordomo del concejo y el párroco de la iglesia mayor.  

Concluido el proceso anterior, el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar la elección anual de sus oficiales, fijado en el caso de Azuaga por la Pascua del Espíritu Santo, en presencia del gobernador, de los oficiales concejiles cesantes, del mayordomo, del alguacil, del párroco de la iglesia mayor y del escriba­no se hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las bolas o pilorios[6] que habían sido precinta­dos e insaculados por el gobernador en la visita de insaculación. La primera bola sacada o desinsaculada del arca de alcaldes corres­pon­día al alcalde ordinario de primer voto y la otra al de segundo; por este mismo procedimiento se escogían los regidores añales correspondientes, cuatro en nuestro caso.

 No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos concejos tenían en el reparto de oficiales entre hidalgos y pecheros, por mitad de oficio, como ocurría en Azuaga. Por ello, en nuestra villa era necesario disponer de cuatro cántaros y arcas: una para insacular los candidatos a alcalde por el estamento de hidalgos o nobles  locales (una veintena escasa), otra para el de alcalde por el estado de los buenos hombres pecheros o plebeyos, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos y la última para los regidores representantes de los pecheros o pueblo llano. En definitiva, un gobierno y administración asimétrico, pues aparte de la posible arbitrariedad del gobernador de turno a la hora de determinar a quienes insaculaba, la mitad de los oficios concejiles se repartía entre los escasos veinte hidalgo locales y la otra mitad entre el grueso del vecindario que, para la época que nos ocupa, rondaría las 700 unidades familiares.

        Pues bien, en el caso que nos ocupa, a primero de enero de 1735 se personó en Azuaga el que entonces era gobernador de Llerena, el guadalcanalense D. Alonso Damián Ortega Toledo, marqués consorte de San Antonio Mira el Río, vizconde consorte de Valdeloro, regidor perpetuo de Madrid, patrono mayor de la ermita, cofradía y feria de Guaditoca, alférez mayor de Guadalcanal, titular del mayorazgo fundado por el maestre de campo Pedro Ortega de Valencia (descubridor y conquistador de la isla de Guadalcanal en 1567, hoy perteneciente al archipiélago de las islas Salomón, en pleno Pacífico), etc.[7] Tenía su visita por objeto el efectuar la insaculación de aspirantes a oficiales concejiles para los siguientes cinco años.

De la insaculación efectuada por D. Alonso Damián Ortega, el 11 de junio de 1737 se trataba de escoger por sorteo (desinsaculación mediante la mano inocente de un niño) los alcaldes y regidores que gobernarían el concejo desde la pascua del Espíritu Santo de dicho año hasta la siguiente de 1738. Presidía el pleno D. Juan de Quevedo, el gobernador llerenense de turno[8], y asistían: D. Carlos Hernao, como alcalde ordinario saliente de primer voto en representación del estamento nobiliario (el de segundo voto había fallecido recientemente); D. Carlos Espínola y Rojas y D. Juan de Buiza,  regidores salientes por el estado noble;  Pedro de la Vera Barragán y Diego Ortiz de Vera, regidores salientes por el estado plebeyo; el alguacil mayor, que representaba a la encomienda; el mayordomo del concejo; y el párroco de la iglesia mayor. Aparte del escribano, nadie más debería estar presente en la sala capitular.

Iniciada la sesión, se procedió a la desinsaculación, para lo cual hicieron llamar a un niño de corta edad. En primer lugar, del cántaro que contenía los pilorios nominativos correspondiente a alcalde plebeyo (que en esta ocasión, por la consensuada rotación alternativa existente, correspondía ser a un plebeyo) se sacó un pilorio que contenía la póliza correspondiente a Pablo Ortiz de Vera, a quien se le dio la posesión de alcalde ordinario de primer voto sin ninguna contradicción por parte de los asistentes, ni tampoco, una vez publicada su nominación desde las puertas del ayuntamiento por el pregonero, por parte del vecindario allí reunido a la espera de conocer los nombres de sus futuros gobernantes.

Acto seguido, con el mismo protocolo y solemnidad se procedió a sacar del cántaro de alcaldes por el estado noble un pilorio y póliza para elegir alcalde ordinario de segundo voto, que resultó corresponder a D. Cristóbal de Buiza. Inmediatamente fue impugnada esta última nominación por parte de D. Juan de Buiza Ponce de León, uno de los regidores salientes, argumentando que D. Cristóbal estaba envuelto en una pesquisa pendiente ante S. M. y señores del Consejo de las Órdenes, circunstancia que le inhabilitaba para el ejercicio de oficio público. Se detuvo en este punto el proceso electivo, escuchándose opiniones contradictorias al respecto, que dio como resultado la definitiva aceptación de la nominación de D. Cristóbal Buiza como alcalde ordinario de segundo voto, después de que éste pudo demostrar documentalmente haber sido exculpado de las acusaciones imputadas, según los documentos que aportó y que se incluyeron en el libro de actas.

Concluye la desinsaculación, saliendo elegidos por el mismo procedimiento y protocolo: Juan Espino y Diego Martín Guerrero como regidores por el estamento general, y D. Juan Ortiz de la Vaquera y D. Juan Núñez de Aranda por el estamento nobiliario, sin que en el acta capitular correspondiente[9] se pueda entrever síntomas de desavenencias. Sólo hubo que rechazar la nominación de D. José de Buiza como regidor por el estamento nobiliario, pues era hijo del ya desinsaculado D. Cristóbal de Buiza, prohibiendo la Ley Capitular en vigor la concurrencia en el ayuntamiento de dos hermanos, o de un padre y un hijo, como era el caso.

Al parecer, las tensiones surgieron en la plaza, seguramente entre los partidarios, paniaguados y correveidiles de D. Cristóbal Buiza (el cuestionado alcalde de segundo voto) y D. Juan de Buiza Ponce de León (el que puso reparos a su nominación), dos hidalgos locales emparentados (no hay peor cuña que la de la misma madera) y enfrentados por la administración concejil, circunstancia que, entendemos, fue la desencadenante del tumulto y motín que nos ocupa. Se trata, por lo tanto, sólo de una hipótesis, pues, por ahora, no hemos podido acceder a la descripción de los hechos;  sólo conocemos las distintas sentencias falladas por el gobernador de Llerena, testigo directo de los hechos sediciosos y juez pesquisidor nombrado por el Consejo de las Órdenes para tal efecto[10].

Según esta referencia, en el inmediato mes de agosto el gobernador manifestaba y comunicaba al Consejo de las Órdenes que el fiscal de proceso, Tomás Moreno, acusó como sediciosos amotinados a casi medio centenar de azuagueños, unos ya presos en la cárcel de la gobernación de Llerena, otros bajo arresto domiciliario y la mayor parte de ellos (unos 40) furtivos.

Se opusieron los inculpados de forma mancomunada, representados por distintos procuradores. Sin embargo, visto los hechos, declaraciones y probanzas (de las que no tenemos noticias), el gobernador (por otra parte testigo directo de los hechos) entendió que el fiscal probó bien su acusación, mientras que los inculpados y sus procuradores no pudieron contradecir los hechos.  En consecuencia, por la culpabilidad demostrada, condenó de forma diferenciada a los distintos inculpados, tanto a los que ya estaban presos como a los huidos y fugados. Sobre estos últimos, por auto gubernativo mandó a las justicias y alguaciles de los pueblos del entorno que los persiguieran y prendieran,  de tal manera que, una vez apresados, sean traídos a la cárcel pública de esta villa con seguridad bastante...

Con respecto al que entendía haber sido cabecilla y líder del tumulto, Pedro Espejo, le condenó a que sea sacado caballero en una bestia menor de albarda, desnudo de medio cuerpo arriba, con una soga de esparto a la garganta y por boz de pregonero, que manifieste y publique su delito, sea llevado por las calles públicas acostumbradas hasta el rollo o horca que estará prevenido[11]; y de ella sea colgado y ahorcado por el executor de la justicia hasta que muera naturalmente, y que ninguna persona sea osada a quitarlo della sin mi licencia o de juez competente, so pena de la vida; y asimismo se condena al reo a 4.000 mrs. de multa.

Al iniciador del conflicto, Domingo Bidela, preso en la cárcel de la gobernación de Llerena, por la desobediencia y desacato que mostró al alcalde ordinario, que sea traído con la custodia necesario, sea conducido desde la cárcel de Llerena al de esta esta villa y de ella sea sacado caballero en una bestia menor, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes, y luego se vuelva a dicha cárcel y de ella sea conducido por tránsito a la de cortes de la Real Chancillería de Granada con testimonio de esta sentencia (si como queda dicho fuera confirmada por Tribunal superior) para que sirva en la galeras de S. M., al remo y sin sueldo por tiempo de seis años.

A Manuela de la Vera que sea sacada de la cárcel en una bestia menor de albarda, desnuda de medio cuerpo arriba y con una soga de esparto a la garganta, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes; y asimismo la condeno en destierro perpetuo desta villa, su término y jurisdicción más allá de ocho leguas de contorno; y más 1.000 mrs., y no más por la cortedad de sus bienes.

A María Flores y cuatro mujeres más, a ocho años de destierro a más de seis leguas del término y jurisdicción de Azuaga, amenazando con duplicar la condena en caso de incumplimiento.

        A Antonio Rodríguez y seis más, a destierro perpetuo a una distancia mínima de diez leguas del término y jurisdicción de la villa.

Al menor D. Gonzalo Ortiz, a tres años de destierro a una distancia mínima de seis leguas de Azuaga, además de 2.000 mrs. de multa.

Al hidalgo D. Francisco Ortiz de la Vaquera, por tratar de influir en la desinsaculación que nos ocupa, se le condenó a no ejercer oficio de justicia en la villa durante los próximos cuatro años y a pagar 2.000 mrs. de multa, apercibiéndole con mayores castigos en caso de reincidencia.

A Pablo Ortiz, el que salió alcalde de primer voto, por circunstancias no explicadas en el expediente consultado, se le condenó a dejar su oficio y a 2.000 mrs. de multa. Fue sustituido legalmente por Antonio de Aldana Ortiz, aunque, como debió recurrir y demostrar su inocencia, a principios de 1738 recuperó la vara de justicia.

Sobre el resto de los casi cincuentas azuagueños[12] implicados en los hechos sediciosos que nos ocupan,  determinó el gobernador que, una vez presos, fuesen conducidos desde la cárcel  del partido a las dependencias carcelarias de la Real Chancillería de Granada, para que sirvan en las galeras del reino, sin sueldo y por tiempo de cinco años, además de multarles con 500 mrs.,  y no hago mayor condenación (pecuniaria) por la cortedad de sus bienes.

Triste y discriminatorio el resultado del tumulto. Triste, por la severidad y humillación de las condenas. Discriminatorio porque, con seguridad, conociendo cómo funcionaban la sociedad de la época, los verdaderos culpables, los incitadores, salieron prácticamente indemnes, castigando severamente a quienes defendieron sus intereses.

El vecindario azuagueño de entonces, como solía ocurrir entre los concejos de la época, se distribuía en los tres estamentos sociales propios del Antiguo Régimen: nobiliario, clerical y pueblo llano.

El primero estaba escasamente representado en nuestra villa, donde únicamente residían una veintena de hidalgos, es decir, nobles del escalafón más bajo. Sin embargo, aparte de ciertas exenciones fiscales y del boato y preeminencias de las que disponían, ostentaban la mitad de los oficios concejiles, circunstancia nada desdeñable, pues les permitía partir y repartir las cargas fiscales y las dehesas y baldíos del término. En conjunto, actuaban corporativamente defendiendo los intereses y privilegios de su condición social, aunque entre ellos existían diferencias, a veces insalvables, como ésta que  provocó el tumulto y motín que nos ocupa y de la que prácticamente salieron indemnes.

Por lo contrario, la representación religiosa era elevada, constituida por medio centenar largo de presbíteros o curas pertenecientes a los distintos escalafones de la carrera eclesiástica, además de las 20 religiosas acogidas en el claustro del convento de la Merced.

La mayoría del vecindario quedaba incluido en el pueblo llano o estamento general (pecheros, sobre quienes recaía una buena parte de la carga tributaria, al tratarse de impuestos generalmente indirectos), bien como jornaleros, como acomodados o empleados por año (de San Miguel a San Miguel) en el sector primario y secundario, o como artesanos, arrieros y  comerciantes. Y de este sector más desfavorecieron eran la mayoría de los reos que nos ocupan, por sacar pecho en favor de los incitadores del tumulto, los hidalgos locales.



[1] MALDONADO FENÁNDEZ, M. “Motín, tumulto, asonada y sedición en la elección de alcaldes de Guadalcanal en 1675”, en revista de feria fiestas, Guadalcanal, 2010.
[2] Conjunto de leyes acordadas en los Capítulos Generales de la institución, bajo cuyos preceptos se gobernaba la propia institución, sus concejos y vasallos. Se sintetizaban y concretaban en las Ordenanzas Municipales particulares de cada concejo, como las que existirían en Azuaga.
[3] Éste, con voto en los plenos capitulares de Azuaga. Su elección correspondía al comendador.
[4] Oficio perpetuo, por compra a la corona, que estaba en manos de una importante familia de Azuaga.
[5] Metiendo en un saco o cántaro.
[6] Con las papeletas o pólizas, fechadas y firmadas por el gobernador que presidía la insaculación, se hacían bolas que se precintaban con cera derretida.
[7] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. La villa santiaguista de Guadalcanal, ed. de la Diputación Provincial de Sevilla, accésit al primer premio del concurso de monografías convocado por el Archivo Hispalense, Sevilla, 2010.
[8] Cambiaban cada cuatro años y su nombramiento correspondía al Consejo de las Órdenes.
[9] AMA, Sec. AA. CC., lib. de 1737, fot. 27 y ss. de la edición digital.
[10] Ibídem, fot. 87 y ss.
[11] Como lo estaba, pues por aquella época no existía villa que se preciara sin tener en plaza más importante o en un otero próximo y a la vista del vecindario los símbolos intimidatorios propios de la jurisdicción, representados por el rollo y la horca.
[12] En el expediente consultado se recogen sus nombres, apreciando que en algunos casos participaron familias enteras, menores incluidos.

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