Los
términos incluidos en el título fueron algunos de los empleados por el gobernador
de Llerena, D. Juan de Quevedo, refiriéndose a los incidentes, al parecer
espontáneos, que surgieron y siguieron a la elección de oficiales concejiles de
nuestra villa, el 11 de junio de 1737.
Tuvo como consecuencia, aparte del ajetreo y violencia del día, un azuagueño
condenado a la horca y más de medio centenar de procesados y condenados, unos a
galeras y azotes, otros a sólo azotes y a destierros, además de cuantiosas
multas pecuniarias.
Suponemos,
pues no hemos encontrado más explicaciones en la documentación consultada, que
el tumulto y motín vino a cuenta de las desavenencias surgidas en el sorteo y
elección de oficiales concejiles para gobernar y administrar el concejo desde
la Pascua del Espíritu Santo de 1737 a la de 1738, precisamente en el pleno
celebrado el día de la fecha citada.
Y
los desencuentros capitulares se trasladaron entre los vecinos que curioseaban
concentrados delante de las puertas del Ayuntamiento a la espera de conocer el
nombre de sus futuros gobernantes, seguramente azuzados por algunos de los
asistentes al pleno, verdaderos instigadores del motín, tumulto y asonada que
nos ocupa. Aunque en la documentación consultada
no se describan los incidentes, por las noticias que tenemos sobre casos
parecidos[1] intuimos que, aparte
gritos e improperios tumultuosos, se desenvainarían algunas espadas y saldrían a
relucir mosquetones, dagas, puñales, hoces y palos amenazantes entre los dos
bandos en los que parecía haberse dividido el vecindario, desoyendo los
amotinados las advertencias que desde los balcones del Ayuntamiento emitía el
gobernador de Llerena y sus oficiales.
Presentado
el incidente, para enmarcarlo y contextualizarlo parece oportuno profundizar
sobre ciertos aspectos relacionados con el gobierno y administración de los
concejos santiaguista en la época que nos ocupa, así como sobre el
procedimiento seguido para la elección de oficiales concejiles, es decir, de
alcaldes y regidores. Pues bien, según venía determinado en los
Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas[2],
sus concejos se gobernaban y administraban por los oficiales concejiles
reunidos en las sesiones capitulares. Por regla general, los cabildos
concejiles estaban constituidos así:
- Dos
alcaldes ordinarios (el de primer voto y, en su ausencia o incapacidad legal,
el de segundo voto), responsables de administrar justicia en primera instancia,
quedando las apelaciones en manos del gobernador, el de Llerena en nuestro
caso.
- Cuatro
regidores, quienes, junto con los dos alcaldes, gobernaban colegiadamente el
concejo durante el año de su nominación, que iba desde la Pascua del Espíritu
Santo hasta la del año siguiente.
- Ciertos
oficiales concejiles sin voto en los plenos capitulares, como el alguacil[3],
el mayordomo, el almotacén, los fieles medidores, el sesmero, el síndico procurador
general[4],
los escribanos, etc., unos elegidos en la citada Pascua y otros por la de Navidad.
- Y los
sirvientes del concejo precisos, como pregoneros, guardas jurados de campo,
pastores, boyeros, yegüerizos, porqueros, etc.)
En 1737
seguían en vigor las Leyes Capitulares sancionadas durante el Capítulo
General de la Orden de Santiago celebrado en Toledo y Madrid (1560-62), texto
legal en el que, entre otros asuntos, se regulaba el procedimiento para elegir
los oficiales añales de los concejos con voz y voto en sus sesiones capitulares.
Sobre este particular, se determinaba que la elección debía ser supervisada,
más bien controlada, por el gobernador mediante los procesos de insaculación,
desinsaculación y visitas de residencia. Se iniciaba el proceso con la
insaculación llevada a cabo por la citada autoridad, que se personaba en el
momento adecuado en todos y cada uno de los pueblos del partido de su
gobernación, donde, en secreto y particularmente, preguntaba a los oficiales
cesantes sobre sus razonadas preferencias en la elección de sustitutos. Siguiendo
la misma pauta interrogaba a los veinte labradores más señalados e influyentes
del concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, el
gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes
ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, insaculando[5] las papeletas o pilorios precisos para cubrir los oficiales
concejiles precisos durante los cinco años siguientes, pues la insaculación se
ejecutaba por lustros cumplidos. Acto seguido,
se guardaban los sacos o cántaros en un arca cerrada bajo tres llaves,
que dejaba en poder de tres vecinos influyentes, a saber: el alcalde de primer
voto, el mayordomo del concejo y el párroco de la iglesia mayor.
Concluido
el proceso anterior, el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar
la elección anual de sus oficiales, fijado en el caso de Azuaga por la Pascua del
Espíritu Santo, en presencia del gobernador, de los oficiales concejiles
cesantes, del mayordomo, del alguacil, del párroco de la iglesia mayor y del
escribano se hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las
bolas o pilorios[6] que habían sido precintados
e insaculados por el gobernador en la visita de insaculación. La primera bola
sacada o desinsaculada del arca de alcaldes correspondía al alcalde ordinario
de primer voto y la otra al de segundo; por este mismo procedimiento se
escogían los regidores añales correspondientes, cuatro en nuestro caso.
No obstante, la Ley Capitular respetaba la
costumbre que ciertos concejos tenían en el reparto de oficiales entre hidalgos
y pecheros, por mitad de oficio, como ocurría en Azuaga. Por ello, en nuestra
villa era necesario disponer de cuatro cántaros y arcas: una para insacular los
candidatos a alcalde por el estamento de hidalgos o nobles locales (una veintena escasa), otra para el
de alcalde por el estado de los buenos
hombres pecheros o plebeyos, la tercera para regidores por el estamento de
hidalgos y la última para los regidores representantes de los pecheros o pueblo
llano. En definitiva, un gobierno y administración asimétrico, pues aparte de
la posible arbitrariedad del gobernador de turno a la hora de determinar a
quienes insaculaba, la mitad de los oficios concejiles se repartía entre los
escasos veinte hidalgo locales y la otra mitad entre el grueso del vecindario que,
para la época que nos ocupa, rondaría las 700 unidades familiares.
Pues bien, en el caso que nos ocupa, a
primero de enero de 1735 se personó en Azuaga el que entonces era gobernador de
Llerena, el guadalcanalense D. Alonso Damián Ortega Toledo, marqués consorte de
San Antonio Mira el Río, vizconde consorte de Valdeloro, regidor perpetuo de
Madrid, patrono mayor de la ermita, cofradía y feria de Guaditoca, alférez
mayor de Guadalcanal, titular del mayorazgo fundado por el maestre de campo
Pedro Ortega de Valencia (descubridor y conquistador de la isla de Guadalcanal
en 1567, hoy perteneciente al archipiélago de las islas Salomón, en pleno
Pacífico), etc.[7]
Tenía su visita por objeto el efectuar la insaculación de aspirantes a
oficiales concejiles para los siguientes cinco años.
De
la insaculación efectuada por D. Alonso Damián Ortega, el 11 de junio de 1737 se
trataba de escoger por sorteo (desinsaculación mediante la mano inocente de un
niño) los alcaldes y regidores que gobernarían el concejo desde la pascua del
Espíritu Santo de dicho año hasta la siguiente de 1738. Presidía el pleno D.
Juan de Quevedo, el gobernador llerenense de turno[8], y asistían: D. Carlos
Hernao, como alcalde ordinario saliente de primer voto en representación del
estamento nobiliario (el de segundo voto había fallecido recientemente); D.
Carlos Espínola y Rojas y D. Juan de Buiza, regidores salientes por el estado noble; Pedro de la Vera Barragán y Diego Ortiz de
Vera, regidores salientes por el estado plebeyo; el alguacil mayor, que
representaba a la encomienda; el mayordomo del concejo; y el párroco de la
iglesia mayor. Aparte del escribano, nadie más debería estar presente en la
sala capitular.
Iniciada
la sesión, se procedió a la desinsaculación, para lo cual hicieron llamar a un
niño de corta edad. En primer lugar, del cántaro que contenía los pilorios nominativos
correspondiente a alcalde plebeyo (que en esta ocasión, por la consensuada
rotación alternativa existente, correspondía ser a un plebeyo) se sacó un
pilorio que contenía la póliza correspondiente a Pablo Ortiz de Vera, a quien
se le dio la posesión de alcalde ordinario de primer voto sin ninguna
contradicción por parte de los asistentes, ni tampoco, una vez publicada su
nominación desde las puertas del ayuntamiento por el pregonero, por parte del
vecindario allí reunido a la espera de conocer los nombres de sus futuros
gobernantes.
Acto
seguido, con el mismo protocolo y solemnidad se procedió a sacar del cántaro de
alcaldes por el estado noble un pilorio y póliza para elegir alcalde ordinario
de segundo voto, que resultó corresponder a D. Cristóbal de Buiza. Inmediatamente
fue impugnada esta última nominación por parte de D. Juan de Buiza Ponce de
León, uno de los regidores salientes, argumentando que D. Cristóbal estaba
envuelto en una pesquisa pendiente ante S. M. y señores del Consejo de las Órdenes,
circunstancia que le inhabilitaba para el ejercicio de oficio público. Se detuvo
en este punto el proceso electivo, escuchándose opiniones contradictorias al
respecto, que dio como resultado la definitiva aceptación de la nominación de D.
Cristóbal Buiza como alcalde ordinario de segundo voto, después de que éste
pudo demostrar documentalmente haber sido exculpado de las acusaciones
imputadas, según los documentos que aportó y que se incluyeron en el libro de
actas.
Concluye
la desinsaculación, saliendo elegidos por el mismo procedimiento y protocolo: Juan
Espino y Diego Martín Guerrero como regidores por el estamento general, y D.
Juan Ortiz de la Vaquera y D. Juan Núñez de Aranda por el estamento nobiliario,
sin que en el acta capitular correspondiente[9] se pueda entrever síntomas
de desavenencias. Sólo hubo que rechazar la nominación de D. José de Buiza como
regidor por el estamento nobiliario, pues era hijo del ya desinsaculado D.
Cristóbal de Buiza, prohibiendo la Ley Capitular en vigor la concurrencia en el
ayuntamiento de dos hermanos, o de un padre y un hijo, como era el caso.
Al
parecer, las tensiones surgieron en la plaza, seguramente entre los
partidarios, paniaguados y correveidiles de D. Cristóbal Buiza (el cuestionado
alcalde de segundo voto) y D. Juan de Buiza Ponce de León (el que puso reparos
a su nominación), dos hidalgos locales emparentados (no hay peor cuña que la de
la misma madera) y enfrentados por la administración concejil, circunstancia
que, entendemos, fue la desencadenante del tumulto y motín que nos ocupa. Se
trata, por lo tanto, sólo de una hipótesis, pues, por ahora, no hemos podido
acceder a la descripción de los hechos;
sólo conocemos las distintas sentencias falladas por el gobernador de
Llerena, testigo directo de los hechos sediciosos
y juez pesquisidor nombrado por el Consejo de las Órdenes para tal efecto[10].
Según
esta referencia, en el inmediato mes de agosto el gobernador manifestaba y
comunicaba al Consejo de las Órdenes que el fiscal de proceso, Tomás Moreno,
acusó como sediciosos amotinados a casi medio centenar de azuagueños, unos ya presos
en la cárcel de la gobernación de Llerena, otros bajo arresto domiciliario y la
mayor parte de ellos (unos 40) furtivos.
Se
opusieron los inculpados de forma mancomunada, representados por distintos
procuradores. Sin embargo, visto los hechos, declaraciones y probanzas (de las
que no tenemos noticias), el gobernador (por otra parte testigo directo de los
hechos) entendió que el fiscal probó bien su acusación, mientras que los
inculpados y sus procuradores no pudieron contradecir los hechos. En consecuencia, por la culpabilidad
demostrada, condenó de forma diferenciada a los distintos inculpados, tanto a
los que ya estaban presos como a los huidos y fugados. Sobre estos últimos, por
auto gubernativo mandó a las justicias y alguaciles de los pueblos del entorno
que los persiguieran y prendieran, de
tal manera que, una vez apresados, sean
traídos a la cárcel pública de esta villa con seguridad bastante...
Con
respecto al que entendía haber sido cabecilla y líder del tumulto, Pedro
Espejo, le condenó a que sea sacado
caballero en una bestia menor de albarda, desnudo de medio cuerpo arriba, con
una soga de esparto a la garganta y por boz de pregonero, que manifieste y
publique su delito, sea llevado por las calles públicas acostumbradas hasta el
rollo o horca que estará prevenido[11];
y de ella sea colgado y ahorcado por el executor de la justicia hasta que muera
naturalmente, y que ninguna persona sea osada a quitarlo della sin mi licencia
o de juez competente, so pena de la vida; y asimismo se condena al reo a 4.000
mrs. de multa.
Al
iniciador del conflicto, Domingo Bidela, preso en la cárcel de la gobernación
de Llerena, por la desobediencia y desacato que mostró al alcalde ordinario, que sea traído con la custodia necesario,
sea conducido desde la cárcel de Llerena al de esta esta villa y de ella sea
sacado caballero en una bestia menor, y por el ejecutor de la justicia le sean
dados 200 azotes, y luego se vuelva a dicha cárcel y de ella sea conducido por
tránsito a la de cortes de la Real Chancillería de Granada con testimonio de
esta sentencia (si como queda dicho fuera confirmada por Tribunal superior)
para que sirva en la galeras de S. M., al remo y sin sueldo por tiempo de seis
años.
A
Manuela de la Vera que sea sacada de la
cárcel en una bestia menor de albarda, desnuda de medio cuerpo arriba y con una
soga de esparto a la garganta, y por el ejecutor de la justicia le sean dados
200 azotes; y asimismo la condeno en destierro perpetuo desta villa, su término
y jurisdicción más allá de ocho leguas de contorno; y más 1.000 mrs., y no más
por la cortedad de sus bienes.
A
María Flores y cuatro mujeres más, a ocho años de destierro a más de seis
leguas del término y jurisdicción de Azuaga, amenazando con duplicar la condena
en caso de incumplimiento.
A
Antonio Rodríguez y seis más, a destierro perpetuo a una distancia mínima de
diez leguas del término y jurisdicción de la villa.
Al
menor D. Gonzalo Ortiz, a tres años de destierro a una distancia mínima de seis
leguas de Azuaga, además de 2.000 mrs. de multa.
Al
hidalgo D. Francisco Ortiz de la Vaquera, por tratar de influir en la
desinsaculación que nos ocupa, se le condenó a no ejercer oficio de justicia en
la villa durante los próximos cuatro años y a pagar 2.000 mrs. de multa, apercibiéndole
con mayores castigos en caso de reincidencia.
A
Pablo Ortiz, el que salió alcalde de primer voto, por circunstancias no explicadas
en el expediente consultado, se le condenó a dejar su oficio y a 2.000 mrs. de
multa. Fue sustituido legalmente por Antonio de Aldana Ortiz, aunque, como
debió recurrir y demostrar su inocencia, a principios de 1738 recuperó la vara
de justicia.
Sobre
el resto de los casi cincuentas azuagueños[12] implicados en los hechos sediciosos que nos ocupan, determinó el gobernador que, una vez presos,
fuesen conducidos desde la cárcel del
partido a las dependencias carcelarias de la Real Chancillería de Granada, para
que sirvan en las galeras del reino, sin sueldo y por tiempo de cinco años,
además de multarles con 500 mrs., y no hago mayor condenación (pecuniaria) por la cortedad de sus bienes.
Triste
y discriminatorio el resultado del tumulto. Triste, por la severidad y
humillación de las condenas. Discriminatorio porque, con seguridad, conociendo
cómo funcionaban la sociedad de la época, los verdaderos culpables, los
incitadores, salieron prácticamente indemnes, castigando severamente a quienes
defendieron sus intereses.
El vecindario azuagueño de entonces, como solía
ocurrir entre los concejos de la época, se distribuía en los
tres estamentos sociales propios del Antiguo Régimen: nobiliario, clerical y
pueblo llano.
El primero estaba escasamente representado en nuestra
villa, donde únicamente residían una veintena de hidalgos, es decir, nobles del
escalafón más bajo. Sin embargo, aparte de ciertas exenciones fiscales y del
boato y preeminencias de las que disponían, ostentaban la mitad de los oficios
concejiles, circunstancia nada desdeñable, pues les permitía partir y repartir
las cargas fiscales y las dehesas y baldíos del término. En conjunto, actuaban
corporativamente defendiendo los intereses y privilegios de su condición
social, aunque entre ellos existían diferencias, a veces insalvables, como ésta
que provocó el tumulto y motín que nos
ocupa y de la que prácticamente salieron indemnes.
Por lo contrario, la representación religiosa era
elevada, constituida por medio centenar largo de presbíteros o curas
pertenecientes a los distintos escalafones de la carrera eclesiástica, además
de las 20 religiosas acogidas en el claustro del convento de la Merced.
La mayoría del vecindario quedaba incluido en el
pueblo llano o estamento general (pecheros, sobre quienes recaía una buena
parte de la carga tributaria, al tratarse de impuestos generalmente
indirectos), bien como jornaleros, como acomodados o empleados por año (de San
Miguel a San Miguel) en el sector primario y secundario, o como artesanos,
arrieros y comerciantes. Y de este
sector más desfavorecieron eran la mayoría de los reos que nos ocupan, por
sacar pecho en favor de los incitadores del tumulto, los hidalgos locales.
[1] MALDONADO FENÁNDEZ, M.
“Motín,
tumulto, asonada y sedición en la elección de alcaldes de Guadalcanal en 1675”,
en revista de feria fiestas, Guadalcanal, 2010.
[2] Conjunto de leyes
acordadas en los Capítulos Generales de la institución, bajo cuyos preceptos se
gobernaba la propia institución, sus concejos y vasallos. Se sintetizaban y
concretaban en las Ordenanzas Municipales particulares de cada concejo, como
las que existirían en Azuaga.
[3] Éste, con voto en los
plenos capitulares de Azuaga. Su elección correspondía al comendador.
[4] Oficio perpetuo, por
compra a la corona, que estaba en manos de una importante familia de Azuaga.
[5] Metiendo en un saco o
cántaro.
[6] Con las papeletas o
pólizas, fechadas y firmadas por el gobernador que presidía la insaculación, se
hacían bolas que se precintaban con cera derretida.
[7] MALDONADO FERNÁNDEZ,
M. La villa santiaguista de Guadalcanal,
ed. de la Diputación Provincial de Sevilla, accésit al primer premio del
concurso de monografías convocado por el Archivo Hispalense, Sevilla, 2010.
[8] Cambiaban cada cuatro
años y su nombramiento correspondía al Consejo de las Órdenes.
[9] AMA, Sec. AA. CC.,
lib. de 1737, fot. 27 y ss. de la edición digital.
[10] Ibídem, fot. 87 y ss.
[11] Como lo estaba, pues
por aquella época no existía villa que se preciara sin tener en plaza más
importante o en un otero próximo y a la vista del vecindario los símbolos intimidatorios
propios de la jurisdicción, representados por el rollo y la horca.
[12] En el
expediente consultado se recogen sus nombres, apreciando que en algunos casos
participaron familias enteras, menores incluidos.
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