sábado, 15 de octubre de 2016

UN GRAN BÓLIDO SOBRE EL CIELO DE GRANJA DE TORREHERMOSA


Se denominan bólidos a los asteroides que circulan por los espacios interplanetarios, y que se incendian al entrar en contacto con la atmósfera terrestre a causa del rozamiento. Se transforman así en bolas de fuego que circulan a gran velocidad dejando durante unos segundos una intensa huella luminosa. Generalmente explotan antes de llegar al suelo, produciendo un estruendo apreciable. 

Pues bien,  el primer día de febrero de 1902 los vecinos de muchos de los pueblos de esta zona sureña de Extremadura, entre ellos los de Granja, observaron atónitos una gran bola de fuego que circulaba velozmente por el cielo, caracterizada por su extraordinaria luminosidad, prolongada visibilidad y el estruendo que produjo antes de desintegrarse.

El fenómeno llamó la atención de los vecinos de la zona, entre ellos la de Pedro Navarro Sánchez, el corresponsal en Granja del Heraldo de Madrid, que en su edición del 10 de febrero de 1902, bajo el título UN GRAN BÓLIDO, redactó la siguiente crónica:

El día 6 del actual dimos cuenta a nuestros lectores de un fenómeno meteorológico observado por los vecinos de Guadalcanal (Sevilla) el día uno. Nuestro corresponsal en La Granja de Torre Hermosa (Badajoz) nos refiere el mismo suceso en los términos siguientes:

En el día de referencia, hallábame yo, en unión de varios amigos, en la estación de La Granja de Torre Hermosa.

La atmósfera, tranquila y serena; ni el más ligero celaje de nubes empañaba el azul del cielo. La temperatura, tibia, y el ambiente agradable que se aspiraba, convidaban al paseo, después de los días de intensísimo frío que habíamos disfrutado.

Serían próximamente las dos de la tarde; tranquilamente departíamos, cuando fuimos sorprendidos por una detonación formidable, que hizo trepidar la tierra. Todos los ojos se fijaron en el sitio de donde partía el ruido, creyendo que se trataba de alguna explosión de las próximas minas de Azuaga, y nuestro asombro no tuvo límites al observar un haz de fuego, que despedía vivísima luz, cruzar en la dirección NO  al SE, acompañado de fuertísimos y casi simultáneos truenos.

De pronto obscurécese la tierra; densos nubarrones pueblan la bóveda celeste, y lluvia copiosísima de pedruscos cae sobre nosotros, que, despavoridos, corrimos a refugiarnos en las dependencias de la estación.

Con celeridad pasmosa cruzó la tromba por encima de donde estábamos; las nubes deshiciéronse en amplios girones, y minutos después, como si nada hubiera pasado, el sol lucía en el firmamento, brillante, deslumbrador, sin que el más ligero nimbo lo empañara.

En el pueblo, distante del paraje donde nos encontrábamos un kilómetro, observáronse los mismos fenómenos.

Las gentes, horrorizadas, corrieron en todas direcciones. La fantasía popular relataba de distintas maneras el hecho; unos aseguraban que un bólido enormísimo había sepultado la inmediata aldea de Cuenca; otros, que se trataba de una explosión de las minas de Azuaga, y otros rezaban con desesperación, creyendo inminente el fin del mundo, «porque así lo aseguraban los papeles de días atrás los sabios americanos».

Hasta aquí lo observado en este pueblo respecto al fenómeno meteorológico, y cuyos detalles no los transmití a raíz del suceso porque suponía que se hubiera visto en la corte.—Pedro Navarro Sánchez

jueves, 13 de octubre de 2016

AZUAGA EN 1927, SEGÚN LUIS BELLO


 


De la Wikipedia, con nuestro agradecimiento para tan importante enciclopedia, copiamos literalmente lo que sigue:

Luis Bello Trompeta (Alba de Tormes, 1872- Madrid, 6 de noviembre de 1935) fue un escritor, periodista y pedagogo español del primer tercio del siglo XX.

Abogado en el bufete de José Canalejas, empezó su vocación periodística en 1897 en El Heraldo de Madrid redactando extractos de las sesiones del Congreso. Pasó después a El Imparcial y luego fue redactor de España.

Firmó la protesta por la concesión del premio Nobel a José Echegaray, fundó luego La Crítica y marchó a París como corresponsal. Allí escribió su primer libro, El tributo a París. A su vuelta retomó las colaboraciones en El Imparcial, cuyos Lunes de El Imparcial se encarga de dirigir.

Fundó la revista Europa y dirigió El Liberal de Bilbao, pasando finalmente a las filas de El Sol, donde realizó la obra por la que fue principalmente conocido: una campaña en pro de la escuela nacional. Durante algunos años viajó por toda España visitando todo tipo de escuelas y conversando con maestros, alumnos, autoridades y hombres de pueblo; sus artículos, resultado de estas visitas, despertaron la admiración y el interés de las gentes por mejorar la enseñanza. El Magisterio español tuvo en él uno de sus más ilustres defensores y la infancia uno de sus primeros protectores. Recopiló luego todos estos artículos en tres volúmenes.


Miembro de Acción Republicana, al proclamarse la Segunda República fue elegido diputado para las Cortes Constituyentes por la circunscripción de Madrid por la candidatura republicano-socialista y formó parte de la comisión que redactó el texto constitucional. Presidio también la Comisión del Estatuto para Cataluña. Durante el bienio izquierdista dirigió el diario republicano Luz y siguió colaborando en El Sol. Después de la revolución de octubre de 1934, fue encarcelado junto a Manuel Azaña en Barcelona; ya en libertad fundó el semanario Política convertido más adelante en diario, órgano oficioso de Izquierda Republicana. La muerte le sorprendió en Madrid siendo diputado a Cortes por Lérida.

 

Pues bien, en uno de sus Viajes de Escuelas, Luis Bello visitó Azuaga, dejando su impronta sobre esta industriosa villa, que fue recogida en el diario El Sol (Madrid), en su edición del 14 de abril de 1927. Formaba parte este artículo de la columna que el periodista mantenía en el diario citado, bajo el título genérico Visita de Escuela, y, en esta ocasión, con el particular subtítulo de Azuaga: Una villa bien dotada.


VIAJE A AZUAGA:

Activismo. Dinamismo. Energética. Así inicia su crónica Luis Bello refiriéndose a la villa de Azuaga, identificándola con el progreso, la industria minera y el paralelo desarrollo industrial.

Por lo que se aprecia, Luis Bello inició su viaje a Azuaga partiendo desde Llerena, una ciudad sin pulso emprendedor, atrapada en su maltratada monumentalidad y ahogada en su importante historia, a juicio del periodista y pedagogo. En el trayecto, a su paso por Ahillones, comentaba:

Vamos en auto de marca sufrida, como mulo de montaña. Llevamos, en metálico, los jornales de millares de obreros. Traeremos, a la vuelta, nueve cajas de dinamita, unas dentro, conmigo, otras atadas con lías al estribo del coche. Tierra negra, magra, de pan llevar; luz clara y fría, de altiplanicie. Trece Kilómetros de línea recta, proa a la torre de Ahillones, que luego, no sabemos cómo, se esconde a un lado del camino, modesta, como cumple a torre de pueblo pobre en campo rico.

Nada más desaparecer Ahillones por su derecha, le sorprendió la villa de Berlanga por la izquierda, más acorde con su tendencia política, asfixiada por aquellas fechas antes las exigencias dictatoriales del general Primo de Rivera. Mientras bordeaba la villa recordó la persecución inquisitorial que padeció el berlangueño Jacob Rodríguez Pereira[1] y allegados, circunstancia que les obligó a huir a territorio francés:

Sigue Berlanga, villa opulenta, que nos brinda una de las peores carreteras de España. De aquí salió para no volver más, huyendo del Santo Oficio, Rodríguez Pereira —Jacob de nombre—aterrado por el siniestro destino de su pariente Rodríguez Samuel, escribano de Hornachos. El tiempo desperdiciado en los atascos del camino hubiéramos podido emplearlo en Berlanga. Jacob, hijo de Abraham y de Abigaíl, judíos portugueses de origen, sólo pasó aquí su infancia porque el auto en que salió el escribano es de 1725. Como Ponce de León y Bonet habían hecho un siglo antes, Pereira hizo hablar a los mudos. Escribió libros en francés, colaboró en el Viaje de Bougainville e inventó máquinas maravillosas. Quiso que se le tuviera por judío portugués; pero el epitafio está en español. En París lo lee más gente que en Berlanga, y por eso tiene allí más nombre Pereira que en su pueblo.

Y así, entre vaivenes por la irregularidad de la carretera campiñera, llegó  Luis a Azuaga:

Azuaga es una larga calle, en montaña rusa, que empieza junto al cementerio y acaba al pie del castillo. Primero, casas pobres, obreras; luego va entonándose la villa, se hace más densa y más refinada. Aparecen esos detalles inconfundibles por los que puede deducir fácilmente el observador que aquí circula, o ha circulado, el dinero.

Zaguanes puestos con muebles modernos, tiendas. Mirándonos tras la cortina, la mujer blanca, que sale poco al sol. Más adentro, en las callejas, la mujer rosa. Automóviles esperando a la puerta. Barrios improvisados. —Todo esto—me dice uno del pueblo—se ha hecho con el minerío. Ha crecido rápidamente Azuaga en pocos años. Hace un siglo tenía cuatro mil habitantes y hoy pasa de quince mil. Pero no todo es minerío. Lo mejor de Azuaga debe poco a las minas, y lo que constituye su encanto no les debe nada.

Vamos entrando en las calles antiguas, y encontramos un tipo de vida—las casas lo reflejan— cada vez más sosegado, más sereno y más discretamente meridional. Las fachadas, las puertas góticas y la torre de Santa María, son del gótico más fino de toda Extremadura. —Por dentro la han dado de amarillo y no me gusta—. Pero cualquiera de estas casas de tradición dieciochesca, semejantes a las de Llerena, vale para mí tanto como la Parroquial, así como la iglesita barroca de la plaza, toda blanca, con su delicioso campanario y sus torres gemelas, guardando el Cristo de Montañés. Señalan un momento muy sabio, nutrido de experiencia, nacional y trasatlántica, en la vida de las ciudades extremeñas. Saturados de esta civilización cómoda y accesible al pueblo, no superada en el siglo siguiente, ni en lo que llevamos del nuestro, podemos escalar el cerro y trepar por las ruinas del castillo, donde, según la leyenda, vino a morir Viriato.

¿Y las escuelas? Los maestros son cuatro. Cuatro las maestras. Casi igual que en 1850. Trabajan los primeros en un antiguo Pósito; clases grandes, de triste aspecto. Muchos niños descalzos. Un maestro soriano, cuyo nombre aparece borroso en mis notas, que ha inventado un aparato para explicarles a los chicos el sistema planetario y el movimiento de la Tierra alrededor del Sol. Mientras todos se preparan a no sé qué festejo teatral en el cine, los alumnos del maestro de Soria juegan con el Sol y la Luna. Viene un muchacho cejijunto. —Un servidor no puede ir al teatro. — ¿Por qué? —Porque un servidor está de luto. —Tienes que ir, porque va la escuela. Es tu obligación—. Y el muchacho se queda medio convencido, descalzo, pero abrumado ya por el peso de las conveniencias sociales.

Entre la riqueza de Azuaga y la mezquindad de sus escuelas no hay relación. Ya imagino lo que ocurre aquí. Viene una gran mayoría de hijos de trabajadores, de estos mineros que cobran cuatro o seis pesetas. Las clases acomodadas tendrán sus colegios, y quedarán, como en tantas otras partes, las escuelas para pobres. Los cuatro maestros querrían explicármelo, pero no tienen tiempo. Aguardan los muchachos y no quiero retrasar su rato de alegría.

Deberíamos ir algo más lejos, hasta Granja de Torrehermosa, pueblo digno de verse, en el límite de la provincia, cara a Córdoba. Divisaríamos el panorama de la Sierra azul: Fuente Ovejuna, Bélmez, Espiel, país minero. También podríamos ir cortando las lomas de Canta el Gallo y de la Nava hasta Zalamea de la Serena, deteniéndose en el despoblado de Argallón, donde yace enterrada la antiquísima Arza. Pero hoy es imposible. Despidámonos de Azuaga, villa espléndidamente dotada que descuida sus deberes elementales.

Hace medio siglo—en 1874—formaron sociedad en Azuaga treinta aficionados a la Arqueología para hacer excavaciones en el castillo, buscando, quizá, no estatuas, sino tesoros: el tesoro del castillo. Pues bien: ya lo tienen. Ya serán accionistas de Peñarroya.  Y si no, labrarán buenas tierras. El pueblo tiene fuerzas y dinero para emplearlos en escuelas.

Volvemos a Llerena al anochecer, cuando regresan de su trabajo los mineros. Vienen por todos los caminos, de Azuaga y de Berlanga. El crepúsculo de Berlanga reúne a la gente de las minas, a los muleros, a las mujeres que acaban de lavar y llevan su artesa en la cabeza. El auto vuela, brotando de la tierra como todas estas hormiguitas hermanas. Al pasar el puente de Berlanga afloja la marcha.

Son los primeros baches. Luego, un lodazal; luego, un hoyo cubierto traicioneramente de agua. Vamos llegando, con trabajo, cerca de Ahillones; pero en un desmonte de tierra blanda, el coche se hunde hasta el cubo de las ruedas, y chocan, quedando bien empotradas nuestras cajas de dinamita. No estallan. Son inofensivas. Probaremos a empujar el coche, y si no hasta habrá que descargarlo. Pienso que si viniera con nosotros Jacob, huyendo de los inquisidores en automóvil, estaría pasando ahora un mal rato.



[1] El precursor de la enseñanza de los sordomudos en Francia fue el español Jacobo Rodríguez Pereira, nacido el 11 de abril de 1715 en Berlanga (Badajoz), séptimo de los nueve hijos del matrimonio judío formado por Abraham (Juan) Rodríguez Pereira y Abigail (Leonor) Rica Rodríguez, al que bautizaron con el nombre cristiano de Francisco Antonio. Según la opinión de Marcelino Menéndez Pelayo y de Julio Caro Baroja, en 1725 la Inquisición española procesó en Llerena (Badajoz) a la familia Rodríguez por judaizantes, motivo por el cual Rodríguez Pereira tuvo que huir, primero a Cádiz y después a Portugal, afincándose entre los años 1732 y 1734 en Burdeos (Francia), donde destacó como profesor y logopeda.