martes, 25 de noviembre de 2014

MOTÍN, TUMULTO Y ASONADA EN LA ELECCIÓN DE OFICIALES CONCEJILES DE AZUAGA EN 1737



Los términos incluidos en el título fueron algunos de los empleados por el gobernador de Llerena, D. Juan de Quevedo, refiriéndose a los incidentes, al parecer espontáneos, que surgieron y siguieron a la elección de oficiales concejiles de nuestra villa,  el 11 de junio de 1737. Tuvo como consecuencia, aparte del ajetreo y violencia del día, un azuagueño condenado a la horca y más de medio centenar de procesados y condenados, unos a galeras y azotes, otros a sólo azotes y a destierros, además de cuantiosas multas pecuniarias.

Suponemos, pues no hemos encontrado más explicaciones en la documentación consultada, que el tumulto y motín vino a cuenta de las desavenencias surgidas en el sorteo y elección de oficiales concejiles para gobernar y administrar el concejo desde la Pascua del Espíritu Santo de 1737 a la de 1738, precisamente en el pleno celebrado el día de la fecha citada.

Y los desencuentros capitulares se trasladaron entre los vecinos que curioseaban concentrados delante de las puertas del Ayuntamiento a la espera de conocer el nombre de sus futuros gobernantes, seguramente azuzados por algunos de los asistentes al pleno, verdaderos instigadores del motín, tumulto y asonada que nos ocupa.  Aunque en la documentación consultada no se describan los incidentes, por las noticias que tenemos sobre casos parecidos[1] intuimos que, aparte gritos e improperios tumultuosos, se desenvainarían algunas espadas y saldrían a relucir mosquetones, dagas, puñales, hoces y palos amenazantes entre los dos bandos en los que parecía haberse dividido el vecindario, desoyendo los amotinados las advertencias que desde los balcones del Ayuntamiento emitía el gobernador de Llerena y sus oficiales.

Presentado el incidente, para enmarcarlo y contextualizarlo parece oportuno profundizar sobre ciertos aspectos relacionados con el gobierno y administración de los concejos santiaguista en la época que nos ocupa, así como sobre el procedimiento seguido para la elección de oficiales concejiles, es decir, de alcaldes y regidores. Pues bien, según venía determinado en los Establecimientos y Leyes Capitulares santiaguistas[2], sus concejos se gobernaban y administraban por los oficiales concejiles reunidos en las sesiones capitulares. Por regla general, los cabildos concejiles estaban constituidos así:

- Dos alcaldes ordinarios (el de primer voto y, en su ausencia o incapacidad legal, el de segundo voto), responsables de administrar justicia en primera instancia, quedando las apelaciones en manos del gobernador, el de Llerena en nuestro caso.

- Cuatro regidores, quienes, junto con los dos alcaldes, goberna­ban colegiadamente el concejo durante el año de su nominación, que iba desde la Pascua del Espíritu Santo hasta la del año siguiente.

- Ciertos oficiales concejiles sin voto en los plenos capitulares, como el alguacil[3], el mayordomo, el almotacén, los fieles medidores, el sesmero, el síndico procurador general[4], los escribanos, etc., unos elegidos en la citada Pascua y otros por la de Navidad.

- Y los sirvientes del concejo precisos, como pregoneros, guardas jurados de campo, pastores, boyeros, yegüeri­zos, porqueros, etc.)

En 1737 seguían en vigor las Leyes Capitula­res sanciona­das durante el Capítulo General de la Orden de Santiago celebrado en Toledo y Madrid (1560-62), texto legal en el que, entre otros asuntos, se regulaba el procedimiento para elegir los oficiales añales de los concejos con voz y voto en sus sesiones capitulares. Sobre este particular, se determinaba que la elección debía ser supervisada, más bien controlada, por el gobernador mediante los procesos de insaculación, desinsaculación y visitas de residencia. Se iniciaba el proceso con la insaculación llevada a cabo por la citada autoridad, que se personaba en el momento adecuado en todos y cada uno de los pueblos del partido de su gobernación, donde, en secreto y particu­larmente, preguntaba a los oficiales cesantes sobre sus razonadas preferen­cias en la elección de sustitutos. Siguiendo la misma pauta interrogaba a los veinte labradores más señalados e influyentes del concejo, y a otros veinte vecinos más. Recabada dicha información, el gobernador proponía a tres vecinos para cubrir los dos puestos de alcaldes ordinarios y a otros dos más por cada regiduría, insaculando[5] las papeletas  o pilorios precisos para cubrir los oficiales concejiles precisos durante los cinco años siguientes, pues la insaculación se ejecutaba por lustros cumplidos. Acto seguido,  se guardaban los sacos o cántaros en un arca cerrada bajo tres llaves, que dejaba en poder de tres vecinos influyentes, a saber: el alcalde de primer voto, el mayordomo del concejo y el párroco de la iglesia mayor.  

Concluido el proceso anterior, el día en el que cada concejo tenía por costumbre efectuar la elección anual de sus oficiales, fijado en el caso de Azuaga por la Pascua del Espíritu Santo, en presencia del gobernador, de los oficiales concejiles cesantes, del mayordomo, del alguacil, del párroco de la iglesia mayor y del escriba­no se hacía llamar a un niño de corta edad para que escogiese entre las bolas o pilorios[6] que habían sido precinta­dos e insaculados por el gobernador en la visita de insaculación. La primera bola sacada o desinsaculada del arca de alcaldes corres­pon­día al alcalde ordinario de primer voto y la otra al de segundo; por este mismo procedimiento se escogían los regidores añales correspondientes, cuatro en nuestro caso.

 No obstante, la Ley Capitular respetaba la costumbre que ciertos concejos tenían en el reparto de oficiales entre hidalgos y pecheros, por mitad de oficio, como ocurría en Azuaga. Por ello, en nuestra villa era necesario disponer de cuatro cántaros y arcas: una para insacular los candidatos a alcalde por el estamento de hidalgos o nobles  locales (una veintena escasa), otra para el de alcalde por el estado de los buenos hombres pecheros o plebeyos, la tercera para regidores por el estamento de hidalgos y la última para los regidores representantes de los pecheros o pueblo llano. En definitiva, un gobierno y administración asimétrico, pues aparte de la posible arbitrariedad del gobernador de turno a la hora de determinar a quienes insaculaba, la mitad de los oficios concejiles se repartía entre los escasos veinte hidalgo locales y la otra mitad entre el grueso del vecindario que, para la época que nos ocupa, rondaría las 700 unidades familiares.

        Pues bien, en el caso que nos ocupa, a primero de enero de 1735 se personó en Azuaga el que entonces era gobernador de Llerena, el guadalcanalense D. Alonso Damián Ortega Toledo, marqués consorte de San Antonio Mira el Río, vizconde consorte de Valdeloro, regidor perpetuo de Madrid, patrono mayor de la ermita, cofradía y feria de Guaditoca, alférez mayor de Guadalcanal, titular del mayorazgo fundado por el maestre de campo Pedro Ortega de Valencia (descubridor y conquistador de la isla de Guadalcanal en 1567, hoy perteneciente al archipiélago de las islas Salomón, en pleno Pacífico), etc.[7] Tenía su visita por objeto el efectuar la insaculación de aspirantes a oficiales concejiles para los siguientes cinco años.

De la insaculación efectuada por D. Alonso Damián Ortega, el 11 de junio de 1737 se trataba de escoger por sorteo (desinsaculación mediante la mano inocente de un niño) los alcaldes y regidores que gobernarían el concejo desde la pascua del Espíritu Santo de dicho año hasta la siguiente de 1738. Presidía el pleno D. Juan de Quevedo, el gobernador llerenense de turno[8], y asistían: D. Carlos Hernao, como alcalde ordinario saliente de primer voto en representación del estamento nobiliario (el de segundo voto había fallecido recientemente); D. Carlos Espínola y Rojas y D. Juan de Buiza,  regidores salientes por el estado noble;  Pedro de la Vera Barragán y Diego Ortiz de Vera, regidores salientes por el estado plebeyo; el alguacil mayor, que representaba a la encomienda; el mayordomo del concejo; y el párroco de la iglesia mayor. Aparte del escribano, nadie más debería estar presente en la sala capitular.

Iniciada la sesión, se procedió a la desinsaculación, para lo cual hicieron llamar a un niño de corta edad. En primer lugar, del cántaro que contenía los pilorios nominativos correspondiente a alcalde plebeyo (que en esta ocasión, por la consensuada rotación alternativa existente, correspondía ser a un plebeyo) se sacó un pilorio que contenía la póliza correspondiente a Pablo Ortiz de Vera, a quien se le dio la posesión de alcalde ordinario de primer voto sin ninguna contradicción por parte de los asistentes, ni tampoco, una vez publicada su nominación desde las puertas del ayuntamiento por el pregonero, por parte del vecindario allí reunido a la espera de conocer los nombres de sus futuros gobernantes.

Acto seguido, con el mismo protocolo y solemnidad se procedió a sacar del cántaro de alcaldes por el estado noble un pilorio y póliza para elegir alcalde ordinario de segundo voto, que resultó corresponder a D. Cristóbal de Buiza. Inmediatamente fue impugnada esta última nominación por parte de D. Juan de Buiza Ponce de León, uno de los regidores salientes, argumentando que D. Cristóbal estaba envuelto en una pesquisa pendiente ante S. M. y señores del Consejo de las Órdenes, circunstancia que le inhabilitaba para el ejercicio de oficio público. Se detuvo en este punto el proceso electivo, escuchándose opiniones contradictorias al respecto, que dio como resultado la definitiva aceptación de la nominación de D. Cristóbal Buiza como alcalde ordinario de segundo voto, después de que éste pudo demostrar documentalmente haber sido exculpado de las acusaciones imputadas, según los documentos que aportó y que se incluyeron en el libro de actas.

Concluye la desinsaculación, saliendo elegidos por el mismo procedimiento y protocolo: Juan Espino y Diego Martín Guerrero como regidores por el estamento general, y D. Juan Ortiz de la Vaquera y D. Juan Núñez de Aranda por el estamento nobiliario, sin que en el acta capitular correspondiente[9] se pueda entrever síntomas de desavenencias. Sólo hubo que rechazar la nominación de D. José de Buiza como regidor por el estamento nobiliario, pues era hijo del ya desinsaculado D. Cristóbal de Buiza, prohibiendo la Ley Capitular en vigor la concurrencia en el ayuntamiento de dos hermanos, o de un padre y un hijo, como era el caso.

Al parecer, las tensiones surgieron en la plaza, seguramente entre los partidarios, paniaguados y correveidiles de D. Cristóbal Buiza (el cuestionado alcalde de segundo voto) y D. Juan de Buiza Ponce de León (el que puso reparos a su nominación), dos hidalgos locales emparentados (no hay peor cuña que la de la misma madera) y enfrentados por la administración concejil, circunstancia que, entendemos, fue la desencadenante del tumulto y motín que nos ocupa. Se trata, por lo tanto, sólo de una hipótesis, pues, por ahora, no hemos podido acceder a la descripción de los hechos;  sólo conocemos las distintas sentencias falladas por el gobernador de Llerena, testigo directo de los hechos sediciosos y juez pesquisidor nombrado por el Consejo de las Órdenes para tal efecto[10].

Según esta referencia, en el inmediato mes de agosto el gobernador manifestaba y comunicaba al Consejo de las Órdenes que el fiscal de proceso, Tomás Moreno, acusó como sediciosos amotinados a casi medio centenar de azuagueños, unos ya presos en la cárcel de la gobernación de Llerena, otros bajo arresto domiciliario y la mayor parte de ellos (unos 40) furtivos.

Se opusieron los inculpados de forma mancomunada, representados por distintos procuradores. Sin embargo, visto los hechos, declaraciones y probanzas (de las que no tenemos noticias), el gobernador (por otra parte testigo directo de los hechos) entendió que el fiscal probó bien su acusación, mientras que los inculpados y sus procuradores no pudieron contradecir los hechos.  En consecuencia, por la culpabilidad demostrada, condenó de forma diferenciada a los distintos inculpados, tanto a los que ya estaban presos como a los huidos y fugados. Sobre estos últimos, por auto gubernativo mandó a las justicias y alguaciles de los pueblos del entorno que los persiguieran y prendieran,  de tal manera que, una vez apresados, sean traídos a la cárcel pública de esta villa con seguridad bastante...

Con respecto al que entendía haber sido cabecilla y líder del tumulto, Pedro Espejo, le condenó a que sea sacado caballero en una bestia menor de albarda, desnudo de medio cuerpo arriba, con una soga de esparto a la garganta y por boz de pregonero, que manifieste y publique su delito, sea llevado por las calles públicas acostumbradas hasta el rollo o horca que estará prevenido[11]; y de ella sea colgado y ahorcado por el executor de la justicia hasta que muera naturalmente, y que ninguna persona sea osada a quitarlo della sin mi licencia o de juez competente, so pena de la vida; y asimismo se condena al reo a 4.000 mrs. de multa.

Al iniciador del conflicto, Domingo Bidela, preso en la cárcel de la gobernación de Llerena, por la desobediencia y desacato que mostró al alcalde ordinario, que sea traído con la custodia necesario, sea conducido desde la cárcel de Llerena al de esta esta villa y de ella sea sacado caballero en una bestia menor, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes, y luego se vuelva a dicha cárcel y de ella sea conducido por tránsito a la de cortes de la Real Chancillería de Granada con testimonio de esta sentencia (si como queda dicho fuera confirmada por Tribunal superior) para que sirva en la galeras de S. M., al remo y sin sueldo por tiempo de seis años.

A Manuela de la Vera que sea sacada de la cárcel en una bestia menor de albarda, desnuda de medio cuerpo arriba y con una soga de esparto a la garganta, y por el ejecutor de la justicia le sean dados 200 azotes; y asimismo la condeno en destierro perpetuo desta villa, su término y jurisdicción más allá de ocho leguas de contorno; y más 1.000 mrs., y no más por la cortedad de sus bienes.

A María Flores y cuatro mujeres más, a ocho años de destierro a más de seis leguas del término y jurisdicción de Azuaga, amenazando con duplicar la condena en caso de incumplimiento.

        A Antonio Rodríguez y seis más, a destierro perpetuo a una distancia mínima de diez leguas del término y jurisdicción de la villa.

Al menor D. Gonzalo Ortiz, a tres años de destierro a una distancia mínima de seis leguas de Azuaga, además de 2.000 mrs. de multa.

Al hidalgo D. Francisco Ortiz de la Vaquera, por tratar de influir en la desinsaculación que nos ocupa, se le condenó a no ejercer oficio de justicia en la villa durante los próximos cuatro años y a pagar 2.000 mrs. de multa, apercibiéndole con mayores castigos en caso de reincidencia.

A Pablo Ortiz, el que salió alcalde de primer voto, por circunstancias no explicadas en el expediente consultado, se le condenó a dejar su oficio y a 2.000 mrs. de multa. Fue sustituido legalmente por Antonio de Aldana Ortiz, aunque, como debió recurrir y demostrar su inocencia, a principios de 1738 recuperó la vara de justicia.

Sobre el resto de los casi cincuentas azuagueños[12] implicados en los hechos sediciosos que nos ocupan,  determinó el gobernador que, una vez presos, fuesen conducidos desde la cárcel  del partido a las dependencias carcelarias de la Real Chancillería de Granada, para que sirvan en las galeras del reino, sin sueldo y por tiempo de cinco años, además de multarles con 500 mrs.,  y no hago mayor condenación (pecuniaria) por la cortedad de sus bienes.

Triste y discriminatorio el resultado del tumulto. Triste, por la severidad y humillación de las condenas. Discriminatorio porque, con seguridad, conociendo cómo funcionaban la sociedad de la época, los verdaderos culpables, los incitadores, salieron prácticamente indemnes, castigando severamente a quienes defendieron sus intereses.

El vecindario azuagueño de entonces, como solía ocurrir entre los concejos de la época, se distribuía en los tres estamentos sociales propios del Antiguo Régimen: nobiliario, clerical y pueblo llano.

El primero estaba escasamente representado en nuestra villa, donde únicamente residían una veintena de hidalgos, es decir, nobles del escalafón más bajo. Sin embargo, aparte de ciertas exenciones fiscales y del boato y preeminencias de las que disponían, ostentaban la mitad de los oficios concejiles, circunstancia nada desdeñable, pues les permitía partir y repartir las cargas fiscales y las dehesas y baldíos del término. En conjunto, actuaban corporativamente defendiendo los intereses y privilegios de su condición social, aunque entre ellos existían diferencias, a veces insalvables, como ésta que  provocó el tumulto y motín que nos ocupa y de la que prácticamente salieron indemnes.

Por lo contrario, la representación religiosa era elevada, constituida por medio centenar largo de presbíteros o curas pertenecientes a los distintos escalafones de la carrera eclesiástica, además de las 20 religiosas acogidas en el claustro del convento de la Merced.

La mayoría del vecindario quedaba incluido en el pueblo llano o estamento general (pecheros, sobre quienes recaía una buena parte de la carga tributaria, al tratarse de impuestos generalmente indirectos), bien como jornaleros, como acomodados o empleados por año (de San Miguel a San Miguel) en el sector primario y secundario, o como artesanos, arrieros y  comerciantes. Y de este sector más desfavorecieron eran la mayoría de los reos que nos ocupan, por sacar pecho en favor de los incitadores del tumulto, los hidalgos locales.



[1] MALDONADO FENÁNDEZ, M. “Motín, tumulto, asonada y sedición en la elección de alcaldes de Guadalcanal en 1675”, en revista de feria fiestas, Guadalcanal, 2010.
[2] Conjunto de leyes acordadas en los Capítulos Generales de la institución, bajo cuyos preceptos se gobernaba la propia institución, sus concejos y vasallos. Se sintetizaban y concretaban en las Ordenanzas Municipales particulares de cada concejo, como las que existirían en Azuaga.
[3] Éste, con voto en los plenos capitulares de Azuaga. Su elección correspondía al comendador.
[4] Oficio perpetuo, por compra a la corona, que estaba en manos de una importante familia de Azuaga.
[5] Metiendo en un saco o cántaro.
[6] Con las papeletas o pólizas, fechadas y firmadas por el gobernador que presidía la insaculación, se hacían bolas que se precintaban con cera derretida.
[7] MALDONADO FERNÁNDEZ, M. La villa santiaguista de Guadalcanal, ed. de la Diputación Provincial de Sevilla, accésit al primer premio del concurso de monografías convocado por el Archivo Hispalense, Sevilla, 2010.
[8] Cambiaban cada cuatro años y su nombramiento correspondía al Consejo de las Órdenes.
[9] AMA, Sec. AA. CC., lib. de 1737, fot. 27 y ss. de la edición digital.
[10] Ibídem, fot. 87 y ss.
[11] Como lo estaba, pues por aquella época no existía villa que se preciara sin tener en plaza más importante o en un otero próximo y a la vista del vecindario los símbolos intimidatorios propios de la jurisdicción, representados por el rollo y la horca.
[12] En el expediente consultado se recogen sus nombres, apreciando que en algunos casos participaron familias enteras, menores incluidos.

domingo, 22 de junio de 2014

AZUAGA A PRINCIPIOS DEL XVIII: RECUPERANDO LA DIGNIDAD PERDIDA





I.- INTRODUCCIÓN

Ya en otra ocasión tuvimos la oportunidad de relatar la triste historia de esta villa santiaguista a lo largo del XVII[1], siglo asociado a la crisis y decadencia generalizada de los reinos y concejos de la monarquía hispánica, que se cebó de manera extraordinariamente dramática con Azuaga. No trataremos, por lo tanto, de reproducir lo ya relatado, pero es preciso considerar que la referida crisis mermó seriamente la dignidad de los azuagueños de entonces, pues, aparte de la excesiva presión fiscal, la hambruna generalizada de sus naturales y la consecuente merma de vecindad (de 1.169 unidades familiares en 1591, pasó a unas 400 a finales del XVII), sus alcaldes no consiguieron recuperar la facultad de administrar justicia en primera instancia, perdiendo, además, la competencia de administrar los propios y rentas concejiles. En definitiva, los ediles azuagueños quedaron como meras figuras decorativas, pues, a partir de 1566, sus alcaldes perdieron la facultad de impartir justicia en primera instancia (acumulándola el gobernador de Llerena, a quien siempre correspondió la segunda instancia) y, desde 1646, también la de administrar las rentas y propios concejiles, quedando la misma en manos de un administrador judicial o concursal impuesto por la Real Chancillería de Granada. Por lo tanto, a finales del XVII la dignidad de los azuagueños estaba por los suelos, centrándose sus oficiales en recuperarla, como a duras penas lo consiguieron a principios del XVIII.

II.- RECUPERACIÓN DE LA PRIMERA INSTANCIA

A finales del XVI y principios del XVII, dos asuntos preocupaban primordialmente a los concejos santiaguistas de la Provincia de León de la Orden de Santiago, con sede administrativa en Llerena:

- Comprar (consumir o recuperar) los oficios de regidores perpetuos que administraban sus respectivos concejos, una vez que dichos oficios habían sido comprados a perpetuidad por los vecinos más poderosos de cada concejo, quienes los gobernaban a su antojo y conveniencia.

- Y recuperar la primera instancia perdida en 1566, fecha en la que Felipe II estimó que los alcaldes ordinarios de los concejos de las Órdenes Militares no eran personas hábiles y adecuadas para administrar justicia en primera instancia, como hasta entonces lo venían haciendo desde tiempo inmemorial. Por lo tanto, a partir de 1566, el gobernador de Llerena acumulaba la primera y segunda instancia de los asuntos judiciales de los pueblos del partido de su gobernación.


Ambos problemas eran soslayables; sólo había que pagar lo estipulado en cada caso, en fechas que no eran precisamente propensas. Así, refiriéndonos a Azuaga, el 26 de febrero de 1600 sus vecinos, en una sesión capitular convocada a cabildo abierto (con la presencia de todos los que quisieran asistir) tomaron la decisión de recomprar o consumir el oficio de alférez mayor de la villa y también los diez oficios de regidores perpetuos que gobernaban su concejo desde hacía varias décadas. Según estaba estipulado, era necesario resarcir a sus titulares con una determinada cantidad, que en el caso que nos ocupa ascendía a 12.500 ducados[2].

Sin embargo, como las arcas concejiles estaban vacías, sus oficiales solicitaron la oportuna autorización real para pedir a censo el dinero necesario, hipotecando los bienes de propios (la mayor parte de las dehesas del término) y rentas concejiles. Y éste fue un serio contratiempo para el concejo azuagueño, iniciándose así una etapa de crónico endeudamiento de la que no consiguieron salir hasta finales del Antiguo Régimen; todo lo contrario, pues, a medida que avanzaba el XVII, la deuda concejil engordaba cual bola de nieve acelerada por el empuje de la creciente presión fiscal (75.000 ducados debía nuestro concejo a distintos acreedores a finales de dicho siglo, más un considerable atraso con la hacienda real en el pago de los distintos servicios reales). Bajo estas circunstancias, con el añadido de que lo más granado de la sociedad azuagueña estaba defendiendo los intereses de la monarquía hispánica (unos 200 soldados de Azuaga sirviendo en los frentes catalán y portugués, entre 1639 y 1668), en 1646 los acreedores de nuestro concejo, teniendo dificultad para cobrar los intereses del dinero prestado a censo, pidieron y consiguieron la aplicación de la ley concursal. Esto suponía que, desde entonces, los propios y rentas de Azuaga quedaron concursados y bajo la tutela de un administrador nombrado por la Real Chancillería de Granada, cuyo principal objetivo era el de garantizar los intereses acreedores, por encima de las penosas circunstancias que asediaban al vecindario. Por lo tanto, concurrían circunstancias poco propensas para recomprar la primera instancia, soportando durante todo el XVII que el gobernador de Llerena y sus oficiales se entrometiesen de oficio en dicha administración, con las humillaciones, molestias y gastos que su presencia ocasionaba al concejo y sus vecinos, cada vez que aparecía por la villa acompañado de un séquito importante de oficiales de la gobernación, todos ellos cobrando las dietas y gastos de justicia correspondientes.

Y en esta triste situación quedaron los azuagueños hasta finales del XVII, fechas en las que definitivamente se iniciaron los trámites tendentes a la recuperación de la primera instancia, cerrándose este asunto ya dentro del XVIII. No obstante, es preciso considerar que en 1677 ya intentaron recomprar la jurisdicción, emitiendo Carlos II una Real Provisión de confirmación. Sin embargo, pese a la facultad real citada, y después gastarse una buena suma de maravedíes en los trámites administrativos previos (5.455 ducados ó 60.000 reales), por otra Real Provisión del citado monarca, firmada en 1678[3], se anuló dicha competencia. Esta contradicción vino a cuenta de la actitud negativa de ciertos vecinos de Azuaga, alegando que la villa no podía comprometerse a tales gastos, estando, como estaban, los propios concursados y bajo el control de un administrador concursal.

En realidad, el debate sobre la recuperación de la primera instancia en el seno de las sesiones capitulares del cabildo concejil azuagueño fue un asunto recurrente, anhelosos, como estaban, de evitar las vejaciones del gobernador y la cohorte de funcionarios que le acompañaban en el desarrollo de sus múltiples competencias administrativas (judiciales, fiscales, militares…). El último y definitivo intento para recuperar la primera instancia se abordó en el pleno celebrado el 9 de noviembre de 1691[4], sesión donde de forma irreversible tomaron la decisión de continuar los trámites ya iniciados en 1677 y “eximirse de la jurisdicción de la ciudad de Llerena, que la tenía entonces[5]”. Para ello, los oficiales concejiles tomaron el acuerdo de nombrar una comisión con la finalidad de consensuar con los del Consejo de Castilla los siguientes puntos:

-      En primer lugar, que S.M. concediese la jurisdicción a sus alcaldes ordinarios, evitando que la ciudad de Llerena se entrometiera en el conocimiento de la primera instancia.

-      Que S.M. y Sres. del Consejo de Hacienda moderasen el precio acordado en 1677, en lo que se pudieren.

-      Que al estar concursados los propios, para afrontar el pago de los mrs. estipulados se concediese a la villa el arbitrio o facultad que les permitiese vender la leña de ciertos baldíos, así como su rompimiento para labor, siempre bajo el control del administrador impuesto por la Real Chancillería de Granada.

-      Igualmente, que autorizase la venta de algunas casas desabitadas y derruidas, de dueños desconocidos.


Carecemos de información sobre los términos en los que transcurrió la negociación referida (precio, compromisos…), pero lo cierto es que se consiguió el objetivo propuesto, como así se constata por la lectura del acta correspondiente a la sesión capitular del 14 de julio de 1692, donde se aprecia que los alcaldes azuagueños ya actuaban como dueños de la jurisdicción en primera instancia, disponiendo lo que sigue:

…que todos los vecinos que tuvieran demandas que poner, acudan a tomarla a la audiencia pública que se ará, todos los días en las casas de cabildo, desde las nueve hasta las once del día, y que los escribanos acudan a ella con los pleitos y pedimentos que hicieran para su determinación…[6]

 
Pero el asunto de la primera instancia no se cerró totalmente en 1692, sino que dejo secuelas. Así, en la sesión capitular correspondiente al 16 de abril de 1702[7],  Alonso Rodríguez de Sanabria, Rodrigo de la Vera Ortiz y Alonso Gómez Pulgarín solicitaron audiencia ante los oficiales del cabildo. Aceptada su presencia, tomaron la palabra manifestando que en 1677 prestaron dinero al concejo para iniciar los trámites tendentes a la adquisición de la primera instancia (asunto que, como ya se ha relatado, no se consiguió en aquellas fechas). Igualmente hicieron saber, y demostraron documentalmente a los capitulares, que para estos trámites colegiadamente prestaron 60.000 reales al concejo, pidiendo, en consecuencia, que se arbitraran los medios adecuados para su devolución. Oídos los acreedores, y conociendo ambas partes el estado ruinoso de la hacienda concejil, se llegó al acuerdo de rebajar las pretensiones de los acreedores a sólo 28.000 reales, a pagar en la primera oportunidad que se presentara, para lo cual solicitaron de S.M. la oportuna facultad que permitiera establecer el correspondiente arbitrio, recaudando así el dinero preciso.

Más adelante, en el acta de la sesión capitular correspondiente al 3 de julio de 1727[8], se recoge un Auto del gobernador de Llerena, conminando al concejo de Azuaga al pago de los derechos reales de media annata atrasados, que en esa fecha ascendía a 86.800 mrs. (2.553 reales ó 232 ducados). Deducimos de esta noticia, que la adquisición de la primera instancia no debió resultar muy onerosa para el concejo en aquellos momentos, pues su pago se aplazó en forma de derechos reales de media annata, concretamente obligándose Azuaga con la hacienda real a pagarle 75.000 mrs. en cada quinquenio, y a perpetuidad.

En cualquier caso, a modo de conclusión, el asunto de la devolución de la primera instancia quedó zanjado en 1692, recuperando Azuaga parte de su autoestima. Faltaba por rescatar la facultad de administrar los propios y rentas del concejo, es decir, el alzamiento del concurso de acreedores, cuyo proceso describimos a continuación.

III.- BANCARROTA DEL CONCEJO, CONCURSO DE ACREEDORES Y SU ALZAMIENTO

Como venimos diciendo, el primer endeuda­mien­to serio del concejo azuagueño se concretó en el cabildo de 26 de febrero de 1600, en cuyo desarrollo se acordó el consumo o recompra de los diez oficios de regidores perpetuos existentes en la villa, más el de alférez mayor, adelantando para ello 7.000 ducados en la tesorería de rentas reales de Llerena, del total de los 12.500 previstos[9]. Pero, aparte el gasto referido, el concejo de Azuaga venía debiendo otras cantidades al fisco a cuenta del primer servicio de millones (1590-96) y otro atraso que correspondía al servicio real solicitado por la Corona para abordar la campaña de pacificación en el reino de Portugal durante 1580. En concreto, en una sesión de  cabido celebrada en Agosto de 1601, los capitulares manifestaban tener impuesto con facultad real varios censos hipotecarios sobre las tierras concejiles, por un total de 27.988 ducados  (307.688 reales ó 10.467.522 mrs.).

         No disponemos de los libros de contabilidad del concejo para seguir la evolución de sus cuentas y deudas. No obstante, en sus libros de actas capitulares aparecen puntuales noticias sobre las mismas, unas veces cuando sus oficiales solicitaban la oportuna autorización de la Corona para establecer un nuevo censo sobre los bienes de propios y rentas[10], y otras cuando los acreedores cedían sus derechos a terceras personas. Sin embargo, sí sabemos que el concejo entró definitiva y oficialmente en bancarrota a lo largo de 1652[11]. Y fue así porque, para entonces, sus distintos censualistas o acreedores llevaban ya varios años sin percibir la renta o réditos (corridos) del dinero prestado a censo. Por ello, ya desde el 2 de octubre de 1645 los acreedores venían requiriendo de la Real Chancillería de Granada la aplicación de la Ley Concursal[12], requerimiento al que respondió el tribunal granadino aplicándola y nombrando en 1646 un administrador concursal para gobernar los bienes de propios y rentas concejiles[13]. Sin embargo, recurrieron los ediles locales[14], por lo que no fue hasta el 29 de septiembre de 1652 cuando se elevaron a definitiva las disposiciones del tribunal granadino, tras desestimar el recurso citado.

No hemos podido localizar en el Archivo de la Real Chancillería de Granada la documentación generada en el concurso que nos ocupa[15], testimonio que sería decisivo para conocer las circunstancias que concurrieron en la administración de los propios, arbitrios y rentas, el alcance de sus deudas[16] y el nombre de sus acreedores. Tampoco se ha localizado en el referido archivo granadino los datos contables que forzosamente debían presentar los distintos administradores ante la Real Chancillería, ni otros que pudieran orientarnos sobre este particular[17]. Sí hemos podido constatar que la figura del administrador estuvo presente en la villa hasta bien entrado el XVIII y que sus decisiones chocaban con frecuencia con los intereses del cabildo concejil, cuyos capitulares mostraban reiteradamente su descontento con las actuaciones del administrador de turno (el nombramiento duraba generalmente dos años, prorrogables), postulándose para obtener mayores rentabilidades y levantar cuanto antes el concurso de acreedores. Aparte, dichos capitulares se quejaron en más de una ocasión ante el tribunal granadino, manifestando que, con sólo los cuatro mil reales que dicho tribunal les había consignado, apenas podían atender los escasos asuntos oficiales que se les había reservado, como los gastos generados a cuenta de las frecuentes visitas del gobernador de Llerena y sus oficiales (en la insaculación y desinsaculación), los del papel sellado, la atención a niños expósitos, los derivados de la celebración de ciertas festividades, etc.

A principios del XVIII, con el cambio de dinastía reinante mejoraron las circunstancias para Azuaga.  A ello contribuyeron dos decisiones políticas importantes:

- La bajada oficial de los intereses aplicados a las deudas concejiles.

- Y ciertas restricciones a los administradores en el manejo de los propios y rentas concejiles concursados, dando mayor participación a los oficiales locales.

Ya en 1701 los ediles de Azuaga manifestaron abiertamente su interés por recuperar la administración de los propios y rentas concejiles, insistiendo nuevamente en 1704, ahora mediante escrito remitido a S.M. y Sres. del Real Consejo de Castilla[18].

Más adelante, en 1708 una Real Provisión de Felipe V confirmaba estas nuevas orientaciones políticas[19]. En efecto, en dicha provisión, dirigiéndose al concejo, justicias y regimiento de la villa de Azuaga, el monarca manifestaba conocer que una buena parte de las tierras de su término y jurisdicción estaban reducidas a monte cerrado, tratándose de predios de tierras gruesas, mientras que, por otra parte, los labradores locales quedaban forzados a sembrar y resembrar en los baldíos habituales, tratándose en este caso de tierras cansadas y muy delgadas, que reducían sus rendimientos a una tercera parte. También tenía conocimiento de que en el denominado Coto de Valdenoque existían ciertos terrenos muy apropiados para la labor, pero cubiertos de jaras y malezas por falta de laboreos. Y sin embargo, continúa el monarca en su exposición, la villa le servía permanentemente a la milicia en la presente guerra (de Sucesión, en competencia con el archiduque de Austria) con más de 100 hombres perfectamente pertrechados, en los que se había gastado el concejo azuagueño más de 20.000 reales en los últimos tiempos. Por todo ello, daba la autorización oportuna para romper (arar para sembrar) una buena parte del citado Coto de Valdenoque, con cuyas rentas en leña y sementera se sufragarían los gastos anuales para mantener la milicia, además de aliviar las arcas concejiles y solventar la  necesidad de tierras de labrantías que tenían los labradores locales.

En definitiva, aunque los propios seguían concursados, progresivamente iba aumentando la participación de los oficiales locales en su administración. Así, ya en 1713, en la sesión capitular del 23 de marzo, los ediles manifestaron haber recibido un informe de la Real Chancillería de Granada, por el que censuraban al administrador judicial de turno, que se negó a recoger sus opiniones en el arrendamiento de hierbas y bellotas efectuado el último otoño. Otro ejemplo lo encontramos en 1716, cuando, ante las quejas de los ediles sobre las cuentas del administrador del concurso, la Real Chancillería de Granada respondió dándoles la razón,  obligando al administrador a devolver 7.000 a las arcas del concejo[20].

Con este último respaldo, días después iniciaron el definitivo asalto para levantar el concurso, como así se le reconoció en una Ejecutoria firmada por Felipe V, a instancia de la Real Chancillería de Granada[21]. Por dicha Ejecutoria sabemos que ya en 1705 se produjo un ajuste a la baja de los réditos o corridos que afectaban a los censos, y que, más adelante, hubo un pacto entre el concejo, los acreedores y el administrador para que este último administrase los propios a cambio de un sueldo anual, con el asesoramiento y control de las otras dos partes. Por todo ello, Felipe V mandó:

…se alzase el concurso e intervención puesto sobre los propios, rentas y arbitrios de la villa de Azuaga, los cuales se administren por vos, el dicho concejo, justicias y regimiento…

         Y tras esta disposición real, los oficiales concejiles de Azuaga consiguieron alzar el concurso de acreedores y retomaron la facultad de administrar sus propios y rentas, recuperando la dignidad perdida durante el XVII. Ésta, volvió a perderse en el último tercio del XVIII, cuando una partida de golfos locales desmanteló una buena parte de las tierras concejiles en beneficio propio y de sus más allegados, asunto del que nos ocuparemos en otra ocasión.



[1] “Azuaga en el siglo XVII”, manuelmaldonadofernandez.blogspot.com
[2] AMA, Sec. AA.CC., leg.4, lib. de 1600, fotogramas 83 y siguientes de la edición digital. Un ducado comprendía 11 reales; un real equivalía a 34 maravedís.
[3] Ibídem, leg. 10, lib. de 1678, fotg. 170 y ss.: Real Provisión de Carlos II firmada el 6 de julio de 1678, denegando la primera instancia concedida a los alcaldes ordinarios de Azuaga por la Real Provisión de 1677.
[4] Ibídem, leg 12, lib. de 1691, ff. 295 y ss., fotg. 589 y ss.
[5] En realidad, la villa de Azuaga no dependía jurisdiccionalmente de la ciudad de Llerena, sino de su gobernador. Entendemos que esta apreciación por parte de los capitulares azuagueños procedía de la actitud prepotente del regimiento perpetuo de Llerena, que se creía en este derecho, especialmente por las afinidades que históricamente se daban entre las distintas oligarquías de Llerena y los sucesivos gobernadores del partido de su gobernación. Sobre este particular, conviene advertir que el gobernador, tras una Real Provisión de 1566, sustituía en sus funciones a los antiguos alcaldes ordinarios de Llerena, de tal manera que a veces solían confundirse los asuntos propios de la gobernación del partido con los particulares del concejo de Llerena.
 
[6] Ibídem, leg. 12, lib. de 1692, ff. 345 y ss., fotg. 689 y ss.
[7] Ibídem, leg. 13, lib. de 1702, ff. 329 y ss., fotg. 657 y ss.
[8] Ibídem, leg. 25, lib. de 1727, ff. 24 y ss., fotg. 48 y ss.
[9] Ibídem, leg.4, lib. de 1600, fotg. 83 y ss.
[10] Por ejemplo, en 1633 una viuda guadalcanalense prestó al concejo azuagueño 6.500 ducados, según un documento localizado en el APN de Guadalcanal, en el que se dan datos pormenorizados de esta operación, especialmente sobre las seguridades jurídicas del capital prestado exigida por la censualista, acompañada de una relación y minuciosa descripción de las dehesas hipotecadas como garantía de pago (APN de Guadalcanal, leg. 9, ff. 58 y ss.)  Por lo que hemos podido averiguar consultando el AMG, muchos fueron los guadalcanalenses acreedores de los propios y rentas de Azuaga.
[11] Así lo recogió el escribano del cabildo en el Acta Capitular del 10 de Agosto de 1652, haciéndose eco de las noticias recibidas de la Real Chancillería de Granada. AMA, Sec. AACC, leg. 7, lib. de 1652, fotgs. 905 y 906.
[12] Ibídem, leg. 7, lib. de 1652, fotg. 137 y ss.
[13] Concretamente el guadalcanalense Julián Maldonado. Ibídem, leg. 7, lib. de 1646, fotg. 239 y ss.
[14] ARCH de Granada, Caja 766, Pieza 009, año de 1647: Pleito entre el concejo de la villa de Azuaga con los acreedores de los propios y con el administrador de ellos, sobre asignación de alimentos a dicha villa.
[15] Sólo una parte de la misma, recogida en la referencia de la nota anterior.
[16] Por la ya referida Real Provisión de Carlos II, firmada el 6 de julio de 1678 (denegando la primera instancia concedida a los alcaldes ordinarios de Azuaga por otra Real Provisión de 1677), sabemos que las deudas del consejo con sus censualista en esta época ascendía a unos 40.000 ducados de principal, más 20.000 de atrasos en el pago de réditos o corridos, sin contabilizar el descubierto con la hacienda real, posiblemente más elevado que la cifra anterior. Ibídem, leg. 10, lib. de 1678, fotg. 170 y ss.
[17] No cualquier persona podía asumir el papel de administrador judicial, reservándose para aquellas con una respetable hacienda, capaz de responder ante cualquier eventualidad. Por lo que hemos podido averiguar, generalmente se trataba de personas avecindadas o con casa de morada abierta en Llerena, aunque también hemos localizado a vecinos de Guadalcanal ocupando esta responsabilidad, o a otros avecindados en la propia villa de Azuaga. Confirmando esto último, sabemos que por una Real Provisión de Felipe IV, en 1654 fue nombrado administrador de los propios, rentas y arbitrios de Azuaga Diego Solano, uno de sus vecinos. En el texto se definen los derechos y obligaciones del mismo. Sus derechos se refieren a los 300 ducados anuales que se le asignaban por cada uno de los dos años para los que se nombraban, estando obligado a depositar fianzas seguras, dar el Vº Bº a las cuentas presentadas por su antecesor, hacer inventario de bienes y deudas, pregonar los bienes a arrendar y, de forma genérica, a administrar con solvencia los bienes, rentas y deudas encomendadas. Ibídem, leg. 8, lib. de 1654, fotg. 88 y ss.
[18] Ibídem, leg. 13, lib. de 1704, fotg. 696 y lib. de 1704, fotg. 762.
[19] Ibídem, leg. 16, lib. de 1708, ff. 120 y ss., fotg. 239 y ss.
[20] AMA, Sec. Disposiciones Recibidas, leg. 3-540_1716 (signatura de la edición digital).
[21] Ibídem, leg. 3-548_1717.